La Voz Judía


La Voz Judía
Enciende la noche
Por Rabino Binyomin Pruzansky

Shmuel Katzberg no iba a volver a su casa.
“Los niños necesitan que esté uno de nosotros con ellos”, le rogó su esposa. “Yo me tengo que quedar aquí”.
“Escúchame, Jani”, le dijo a su esposa, “Yo me quedaré aquí en el hospital todo el tiempo que tú te quedes. Con la ayuda de Hashem sólo faltarán dos o tres semanas hasta que salgas. Los niños están bien en casa de tu madre.
Al no contar con ninguna ayuda y dadas las preocupantes condiciones de salud de su esposa, Shmuel no podía hacer nada más. El se instaló en el Memorial Hospital de Manhattan y se aseguró de que ella contara con toda la ayuda que necesitaba. El era quien la confortaba, su abogado, el que la distraía del dolor; era todo lo que ella precisaba que él fuera.
Sus propias necesidades no eran muchas y él se las arreglaba lo mejor que podía. A pocas cuadras había un minián. En Shabat él comía lo que le daba Bikur Jolim. Junto a él tenía una pequeña colección de sefarim que leía cada vez que tenía tiempo.
Las horas pasaban lentamente cada día, y sin embargo las semanas parecía que volaban. Pronto pasaron meses y faltaba poco para el tiempo de Janucá. Ahora Shmuel tenía que enfrentar otro nuevo problema: ¿Dónde iba a encender la Menorá?
Sus hijos le habían mandado la menorá adornada con plata que acostumbraba encender en su hogar. Sin embargo, allí, en el Memorial Hospital, no había ningún sitio donde encender la menorá.
Finalmente decidió sacar la menorá y llevarla afuera de la entrada. No había ningún peligro, aunque iba a resultar inusual ponerla en un lugar tan público para encenderla. Decidió que no había opciones. Caminó con la menorá y una caja que había encontrado para tal fin, bajó las escaleras, atravesó el lobby y salió afuera. Encontró un lugar seguro donde poner la menorá. Muy pronto la gente empezó a echar una mirada sobre ese espectáculo unipersonal –un solo jasid realizando un extraño ritual en la calle.
Shmuel se concentró en lo que estaba haciendo, y en voz muy tenue hizo sus brajot y encendió la primera vela de Janucá. La única llamita comenzó a flamear tímidamente al principio y después se irguió hacia el ventoso cielo de Manhattan y hacia todo el Paraíso que estaba más allá. El corazón de Shmuel también llegó hasta allí, llenándose súbitamente de una sensación de fortaleza.
Shmuel quería seguir en ese estado el mayor tiempo posible; cerró los ojos y empezó a entonar canciones de Janucá. El sabía que estaba haciendo esa mitzvá para Hashem, mostrando el milagro con todas las fuerzas que tenía. Al finalizar abrió los ojos; alrededor suyo había unas 100 personas –transeúntes de todas las razas, religiones, tamaños, edades y nacionalidades. Para todos los que habían observado a ese judío solitario encendiendo su Menorá en una calle de la ciudad, resultaba claro que un aura de santidad se había instalado en ese sitio.
Durante todas las noches que siguieron, la multitud se reunía a contemplar a Shmuel encendiendo su Menorá a la entrda del Hospital. Pero la última noche, era un día Viernes, el guardia de seguridad le pidió a Shmuel que no continuara con su ritual, dado que como había muchos visitantes de fin de semana, la entrada iba a estar muy concurrida y sería poco seguro encender las luces.
“¿Por qué no te ubicas cruzando la calle?”, le sugirió el guardia. “De esa forma tu esposa podrá mirar por la ventana y ver también”.
“Es un problema”, respondió Shmuel. “Hoy es noche de Shabat y yo no podré guardar la Menorá después de que comience el Shabat. Este es un objeto preciado, con adornos de plata, y tengo miedo que me lo roben”.
“No tema, Rabi”, le dijo el guardia, “yo me aseguraré de que nada le ocurra a sus velas”.
Shmuel aceptó. Se puso su traje de Shabat, y cruzó la calle con su Menorá en una mano y la caja en la otra, y encontró un lugar donde instalarla. Llenó con cuidado los vasitos de vidrio con aceite y arregló las mechas que estaban dentro.
Mientras se preparaba para el encendido, miró hacia arriba tomando conciencia de la escena que se había montado a su alrededor; miró de nuevo sin poder creer lo que veían sus ojos. Por la calle, desde varias direcciones, venían hacia donde él estaba unos 30 judíos. Algunos de ellos tenían barba de jasidim, igual que Shmuel. Otros vestían ropas de trabajo. Algunos usaban yarmukles y otros no. Todos habían salido de varios hopitales ubicados en el vecindario buscando lo mismo: la oportunidad de ser parte de esa santificación pública del nombre de Hashem.
El corazón de Shmuel saltó de alegría mientras encendía la Menorá para sí mismo y para todos los esos hermanos judíos. Cuando empezó a cantar, los judíos se acercaron a él y la dulzura del momento elevó sus corazones más aún. Cuando concluyeron los cánticos de Janucá comenzaron a entonar canciones de Shabat. Las voces eran cada vez más y más altas, hasta que las canciones se convirtieron en danzas. Durante dos horas enteras los hombres bailaron en torno a la menorá, tomándose de los hombros.
Por último el grupo se dispersó, y Shmuel notó que el guardia seguía estando cerca.
“¿No era que su turno terminaba hace una hora?”, le preguntó.
“Así es”, le respondió, “pero no me voy a ir tan rápido”, agregó poniendo énfasis a sus palabras. “Me quedo cuidando hasta que las luces sagradas se apaguen. Ya hice que el otro guardia se fuera a su casa”.
Shmuel echó una última mirada a la Menorá. Las luces comenzaban a debilitarse, pero el calor y la luminosidad que habían regalado a esa noche se mantendrían encendidos por siempre en las almas de aquellos que habían bailado junto a sus llamas.
Al decidir encender públicamente la Menorá, Shmuel les había permitido a muchísimas personas más, judíos y no judíos, elevar sus corazones mediante el fuego sagrado.

 

La tribuna Judia 19

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