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La muerte de un fiscal
Alberto Nisman y Lee Harvey Oswald

Por Marcos Doño
marcosdonio@yahoo.com.ar
“Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”; la frase le pertenece a Albert Einstein.

Las teorías conspirativas se nutren del prejuicio y suelen ser más atractivas que la verdad misma. Es el mito que se impone a la evidencia. Una teoría conspirativa se construye en base al material psíquico y social que subyace en toda cultura. El nudo de este tejido es el mismo con el que se tejen los relatos esotéricos, místicos y religiosos. La literatura, sobre todo la de ficción social, funciona de una manera similar, como una topología que al contorsionarse sobre sí se transforma en una cinta de Möbius*, donde caminar en una misma dirección puede colocarnos en un momento de ese recorrido dentro de una lógica racional, y, en otro momento, en el interior de una lógica puramente ficcional.
Cuando leemos un texto religioso, el encadenamiento del sentido puede presentarse como racional, aun a pesar de que se acepta por parte de los creyentes que esa racionalidad responde al juicio superior de una divinidad, que es inaccesible a los sentidos y la razón. Es allí, en ese pliegue de la especulación, donde vive la elucubración fantástica, las apariciones, los milagros, la divinidad misma, la eternidad, la propaganda ideológica, la lealtad absoluta a una moral.
A esta altura de la historia cualquiera sabe que la búsqueda de la verdad, sea en el campo científico matemático o en el social, conlleva el hecho de que deberá ser sometida, necesariamente, a la experiencia. Diferente es la verdad de la fe, cuyo razonamiento lógico es el revés de esta trama. El ritual, la oración machacada, la propaganda, la canonización de ritos y verdades, se estructuran en el relato escrito, oral, e icónico de manera unidimensional. ¿Y la opinión pública, qué lugar ocupa en este relato?
Digamos que cumple con las mismas premisas. Así se comportó la ciudadanía en la Alemania nazi, instruida y educada, social y psicológicamente, en la idea del judío conspirador, de raza inferior. Lo ocurrido en los años 30 del siglo XX fue el oscuro corolario de una cimentación histórica, que en su devenir, desde los tiempos de Lutero, se fue conformando como un texto ritual, de fe racial, que alcanzó su canon con el nacional socialismo. Su viralización exponencial, para utilizar un término actual, se debió, esencialmente, a la propaganda, término conceptual que nos viene del verbo en latín “propagare”: perpetuar, acrecentar, extender, y cuyo origen político moderno se lo debemos al Papa Gregorio XV, quien en 1622, después de la Guerra de los 30 Años, formó el Congregatio de Propaganda Fide o Congregación para propagar la fe.
Es de esto de lo que hablan sin hablar los medios masivos de comunicación cuando se refieren a la opinión pública, como si acaso estuvieran abrevando en algún saber académico, o, por lo menos, fundado. Lo que hacen, en definitiva, es propagar la fe. Una fe.
Pensemos en muchas de estas premisas de fe: “La gente dice…”; “Dijo la gente…”; “La gente opina que…”; “La opinión pública está cansada de…”; “La mayoría está convencida de…”; todas proposiciones que anteponen la infalibilidad a la duda metódica, la lealtad a la búsqueda de la verdad. Embebidas del espíritu del auto de fe, el acto público que en tiempos en que la Iglesia era gobierno y estado empujaba a los condenados al arrepentimiento, o a la hoguera que les tocara, el objetivo expiatorio que se busca imponer en las mayorías es siempre el mismo: el Otro, el ajeno, y no importan las pruebas tanto como las acusaciones.
En este sentido, la muerte del fiscal Nisman ya está inscrita en esa opinión popular como una fuerza a la que no le importa saber sino creer.
Cuando las consultoras hablan de que el 80% de la población está convencida que el gobierno es el culpable de esta trágica muerte, ya sea suicidio, suicidio inducido o asesinato, y que esta muerte le servirá al gobierno para tapar su acto de impunidad, no están haciendo otra cosa que difundir un juicio de valor imbuido del mismo y antiguo mecanismo del auto de fe. Pero esta vez el tribunal superior se ha trasladado a los medios de comunicación y se expande como un virus en opinión pública, la que, por intereses sectoriales, ha sido coronada por un saber que denota esa forma impura de la democracia: la demagogia.
A pocas horas de haber sido asesinado John F. Kennedy, las autoridades habían encontrado al culpable, de quien se dijo disparó al presidente norteamericano desde la ventana del almacén Texas School Book Depository en la Plaza Dealey. Se había puesto en marcha el mecanismo acusatorio de una inquisición que, sin pruebas contundentes, se apoyó en la fe a ciega de una población que vivía paranoica ante la amenaza nuclear y la invasión comunista a su territorio, de la misma manera como el mundo soviético pensaba del occidente capitalista. Me animo a decir que si la muerte de Kennedy ocurriera hoy, el nombre de Lee Oswald sería, para la conspiración, un tal Mohamed. Sin embargo, hasta la fecha nunca se resolvió el tema a pesar de que hay pruebas concretas de que el presidente había sido alcanzado por varios disparos, por lo menos dos, hechos desde distintos ángulos, la idea general del mito sigue vigente. Pero debió ocurrir algo para que la verdad escondida tras el mito no fuera revelada.
Lee Harvey Oswald murió [debió ser] asesinado antes de que pudiera decir nada que pusiera en duda la teoría de su culpabilidad. Cuando era trasladado por sus custodios, un hombre, no cualquier hombre, salió de entre el tumulto de la gente, y le disparó con una 22. El asesino que selló para siempre su voz se llamaba Jack Rubi, alguien ligado a la mafia, corporación a la que se acusa, entre otras como la CIA y los ultraconservadores republicanos, de conspirar para el asesinato de Kennedy. El mismo Rubi declaró ante las cámaras, a pocos días de su faena, que detrás de él había un poder enorme; el mismo poder que Norberto Bobbio denomina hoy como “criptoestado”; el sótano de todo gobierno, de toda nación. En algún punto, es el “unheimlich” que decribe Freud en su psicoanálisis.
Pero, claro, quien debía declarar ante la justicia de manera pública, lo que hubiera dado pie a que su declaración revelara datos que podían llegar a incriminar a esos hombres del “criptoestado” norteamericano, debía desaparecer. Y tras su desaparición, ¿con qué versión se quedaría [se quedó] entonces la opinión pública, cuya idea del mal encarnaba el marxismo mismo y cualquiera que estuviese ligado a él”? Pues con la versión de un comunista asesino, llamado Lee Harvey Oswald. Nadie como él reunía todas las condiciones para que un público que estaba sometido en medio de la Guerra fría a un puro razonamiento de fe. Si cualquiera de nosotros, en un ejercicio mental, nos pusiésemos en el lugar de los instigadores y los hacedores del atentado, y tuviésemos que diseñar la vía de escape hacia la impunidad, no dudaríamos en buscar a alguien que encajara dentro del prejuicio y el odio popular de esa época.
Nisman terminó siendo para el “criptoestado” argentino ese peón de ocultamiento de una verdad que yace enterrada desde hace veinte años, cuando con el atentado se puso en marcha el mecanismo de silencio. Un mecanismo en el que intervinieron sectores de la Justicia, la Policía Federal, y hasta dirigentes de la comunidad judía ligados al gobierno de Menem. Hablo de lo que se conoce como “la pista siria”. Se podría decir que, así como Lee Harvey Oswald sirvió a la CIA y a los sectores que conspiraron para el atentado y la impunidad del atentado contra Kennedy, Nisman, sea cuál fuere la causa de su muerte, sirve a nuestro criproestado. El mismo que, de esto sobran pruebas, estuvo involucrado en la explosión de la AMIA (la pista local) como en el desvío y desaparición de las pruebas.
Esta extraña denuncia que haría el fiscal, y su muerte un día antes de que hablara ante el Congreso, se inscribe en lo que podríamos denominar como “el ocultamiento del ocultamiento”. Es que Nisman, ante las preguntas que le harían en el Congreso, podría haber terminado diciendo la verdad. O alguna parte de la verdad. O cuáles fueron las razones que lo habían empujado torpemente a acusar nada menos que a la Presidenta de la Nación de estar involucrada en una operación de impunidad, la que, supuestamente, buscaba dejar a Irán fuera de toda sospecha.
La opinión pública y tantos periodistas opinólogos deberían saber que cuando se habla de la pista siria no se está excluyendo a Irán. Por el contrario, lo que se marca esa línea es el camino ideológico y fáctico del atentado y la construcción de la impunidad de ése atentado. Porque es así como ha funcionado siempre Irán, usando el brazo armado de los sirios. Hombres como Monzer al Kazar, Ibrahim al Ibrahim, que estuvieron ligados directamente al gobierno de Menem. Uno, Al Kazar, traficante de armas y drogas, ligado a la CIA y al atentado del avión de Pan Am en la localidad escocesa de Lokerbie. Y el otro, Ibrahim, el esposo de Amira Yoma, quien llegó a ocupar uno de los más altos cargos en nuestra aduana, aun sin ser argentino, sin hablar correctamente en nuestro idioma, y a sabiendas de que fue [¿era?] agente de inteligencia sirio. Todas puntas de investigación que siempre se taparon.
La muerte de Nisman levantó todas las sospechas de la opinión pública en contra de un gobierno, sobre todo de la Presidenta, a quien se acusó de entrada de todo lo sucedido, como también de no haber limpiado la lacra de los servicios de inteligencia de la Argentina. Y si es verdad que debió haber limpiado esa lacra, algo que tampoco hicieron los gobiernos anteriores, no es menos verdadero que esto nada tiene que ver, al menos desde el punto de vista jurídico, con que las acusaciones que había hecho el fiscal muerto eran ciertas. Lo que sí es cierto es que con la muerte de Nisman, sectores opositores al gobierno, políticos, de inteligencia, y privados, se salieron con la suya: ocultar, una vez más, la pista siria. No por casualidad esta denuncia y la muerte trágica del fiscal ocurren a las puertas de un juicio oral, en el que podría [debería] llegar a aparecer la punta de esta madeja de ocultamientos. Su muerte fue entregarle a la sociedad, a ese 80% de la “opinión pública”, nuestro Lee Harvey Oswald.
Nisman ya no podrá hablar, ni equivocarse, ni tener algún acto fallido que pudiera haberlo llevado a nombres como Stiusso, la Policía Federal, Kanore Edul, Hadad, y hasta el mismo Menem. El odio y la sospecha han sido instalados. Y están funcionando como la fe ciega que encarna todo fundamentalismo. Algo que será muy duro de destruir. Tanto como lo describe la frase de Einstein, del comienzo de esta nota: “Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”.



Febrero 2015 / Shevat - Adar 5775
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