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Periódico Judío Independiente
Una deliberada maniobra autoritaria
La grieta como política de Estado y su superación

Por Lina Szwarc, socióloga
Últimamente se escucha un coro de buenas intenciones que suplica cerrar la grieta. ¿Pero acaso eso es posible? Y si lo fuera, ¿Sería deseable? Para poder respondernos ambas preguntas tenemos antes que pensar qué significa la grieta. ¿Es simplemente una enemistad entre extremos apenas remanentes de una gran masa social que observa pasivamente aquel enfrentamiento sin tomar partido? ¿O fue el resultado premeditado de una política cultural tendiente a sostener simbólicamente un modelo económico y social?
Todos los totalitarismos han tenido en común, entre otras cosas, el hecho de fragmentar a la sociedad en dos partes bien definidas a las que entienden como antagónicas. Esto surge de la comprensión del interlocutor u opositor político como enemigo irreconciliable y de la política como conflicto más que como diálogo y negociación. El kirchnerismo se inscribe en esa tradición a la que abonaron el nazismo, el comunismo, el fascismo y el franquismo. La llamada grieta no fue un asunto de fanáticos, sino una política de Estado propia de un gobierno totalitario. De hecho, este rasgo permite identificar al kirchnerismo como una experiencia política totalitaria, sin embargo no es el único.
Así como el nazismo se nutrió, entre otros, de la teoría de Karl Schmitt, quien planteaba un concepto de la política donde lo esencial es la lógica amigo enemigo, y el comunismo emanó del aporte teórico por todos conocido de Karl Marx, quien concebía a la realidad como un conflicto irreconciliable de intereses de clases, en nuestro país el kirchnerismo se alimentó no sólo de ambos aportes teóricos sino también de otras especulaciones dicotomizantes posteriores herederas de aquellas tradiciones como la teoría de la dependencia.
Ernesto Laclau, quien reivindicara de manera explícita a la teoría de Karl Schmitt, aportó la narrativa que buscaba el kirchnerismo para adaptar la lógica del amigo enemigo al escenario local. Ese enemigo cobró vida y forma en la versión criolla del “cipayo”, que sin embargo fuera heredera de otra gran tradición, la peronista. No se puede soslayar que si bien el peronismo confiaba a diferencia del marxismo, en la posibilidad de conciliar los intereses de las clases empresaria y trabajadora mediante la intervención del Estado, no obstante aquella intervención significó una pretensión de totalidad que se plasmó en la persecución a disidentes, la confusión del partido con la patria, y la estigmatización del enemigo interno cómplice del enemigo externo.
Y es que en el totalitarismo el antagonismo asume un carácter duplicado: el enemigo interno es socio de un enemigo externo, por lo tanto no es sólo un enemigo sino al mismo tiempo un traidor. De allí que todos los problemas internos sean explicados siempre por la connivencia oculta del enemigo interno aliado de aquel, reflejado en la figura del “buitre”, el “imperio”, o “los poderosos”, motivo por el cual toda teoría dicotomizante siempre es conspirativa. En ella el enemigo es al mismo tiempo un “vendepatria”, lo que habilitaría a su portavoz a presentarse a sí mismo como un movimiento de liberación nacional. La alusión al gobierno como representante de los intereses de la patria y del pueblo confrontando al enemigo como representante de intereses parciales y extranjeros, constituye otro indicador objetivo de totalitarismo fácilmente identificable en el kirchnerismo.
Un segundo indicador que nos habla del carácter totalitario del kirchnerismo es la apelación explícita a la totalidad, el “vamos por todo” expresaba la intención y voluntad de totalidad, y con ello la negación de toda disidencia. Un tercer indicador de totalitarismo expresado en el kirchnerismo es la referencia a la “comunidad organizada”, todo totalitarismo aspira a un control perfecto de la sociedad y para ello necesita disciplinar y masificar. En ese contexto, la figura de las juventudes militantes asume un rol fundamental. Los totalitarismos no tienen como interlocutor al ciudadano sino al militante encuadrado dentro de la comunidad organizada por el partido. De ese modo la sociedad se parece bastante a una milicia donde abundan las consignas fáciles y verticales.
Los tres rasgos anteriores se presentan de forma conectada en el cuarto indicador de totalitarismo que también se plasmó en el kirchnerismo: el relato. Es cierto que toda comunidad posee una narrativa sobre su origen, desarrollo e identidad, a veces más mítico, otras más historiográfico, no obstante, los gobiernos totalitarios se caracterizan por trazar una trama esquemática conformada por los rasgos antes enumerados, a través de la antinomia de buenos y malos, y la subsiguiente cronología de conspiración, redención y liberación.
A su vez, dicho relato es difundido como propaganda política gracias al control de los medios masivos de comunicación e incluso, penetrando en la propia educación formal mediante un relato retroactivo con pretensiones de revisionismo histórico, constituyéndose en el quinto y último rasgo distintivo de los totalitarismos, también presente en el kirchnerismo. La propaganda posible gracias al control de los medios de comunicación se lleva a cabo mediante su compra directa, por la vía de la reglamentación, así como por la vía del amedrentamiento y la autocensura que provocan los despidos disciplinantes de aquellos periodistas o referentes culturales que no se alinean con el discurso oficial.
Por lo anterior es que a esta altura ya no deberían quedar dudas no sólo sobre el carácter totalitario del kirchnerismo, sino sobre el status intrínseco que la grieta social posee dentro de su estructura política. Resta entonces ponernos de acuerdo acerca de lo que es posible y deseable hacer con ella, al tiempo que ha logrado sobrevivir a la derrota del gobierno que le diera origen. Para ello sería prudente recordar lo sucedido en otras experiencias totalitarias. Es así que, más allá de las distancias, Adorno juzgó críticamente el modo en que Alemania se propuso durante los años ‘50 y ‘60 olvidar lo sucedido en vez de asumir su responsabilidad colectiva.
La propuesta que hoy insiste con cerrar imperiosamente la grieta ofrece un remedio equivocado para un diagnóstico equivocado, sólo ve en la grieta un residuo de fanatismo allí donde hubo una política de Estado y propone simplemente pacificar allí donde no ha habido una caprichosa enemistad sino una experiencia totalitaria.
Superar la grieta supondrá algo más que pacificar a los fanáticos, sino trabajar para superar simbólica y culturalmente al totalitarismo, lo que sólo puede ser posible a través de su deslegitimación y de la recuperación del valor de la libertad. La grieta no debe ni puede cerrarse, porque hacerlo significaría permitir y habilitar el olvido, la impunidad, y el imperdonable riesgo de repetir. Lo único que nos cabe hacer con ella es superarla, lo que significará insistir en el ejercicio crítico de la experiencia totalitaria vernácula, mediante un trabajo de conscientización y sinceramiento colectivo.


Número 605
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