Comunidades


Periódico Judío Independiente
Cuando los hijos se van.
Por Susana Grimberg. Psicoanalista y escritora
“Recuerda de donde vienes, adonde vas y ante quien tendrás que rendir cuentas”. ( Pirkei Avot. )

Estamos llegando a fin de año y, aunque no se trate de Rosh Hashana, nos sentimos impregnados por el clima de las fiestas, esencialmente la de Año Nuevo que marca el final de un año para dar lugar al comienzo de otro. Es importante tenerlo presente: nos permite despedirnos de lo que se fue y dar la bienvenida a la posibilidad de estar, para volver a empezar.
Hablamos de fin de año y de la palabra fin podemos desprender varias cuestiones: el fin como momento de concluir una etapa para empezar otra, y fin como objetivo.
El fin o final es un momento de concluir cuya importancia radica en que puede dar lugar a lo nuevo, lo distinto, lo singular. Quiero decir que se trata de un tiempo en el que se concluye una etapa, pero que no sólo no se cierra sino que puede ser una etapa que abra a otros fines, otras metas. Esto también está en la palabra fin cuyos sinónimos son también meta, objetivo, propuesta.
Se preguntarán qué tiene que ver esto con los hijos: si crecer es independizarse, la meta es que los hijos, cada hijo y cada hija, puedan dejar la casa de los padres para armar la propia vida en otro lugar, creado por y para ellos mismos. Para que puedan hacerlo, los mismos padres deben haber alentado el deseo de partir.
En el caso de los que vivíamos en alguna provincia, salvo las que tuvieran Universidad, no cabía ninguna duda de que íbamos a tener que dejar la casa de nuestros padres para armar nuestra vida en otro lugar donde poder cursar los estudios universitarios. Ese hecho, alentaba tanto a los hijos como a los padres: los hijos debían partir.
Podríamos afirmar que es la ley de la vida: los hijos se independizan y dejan el hogar familiar.
Para los padres, que el hijo haya podido tomar la decisión de partir, debería ser lo “esperado”. Sin embargo, para los que dedicaron todas las energías al cuidado de los mismos, alejándose de intereses más propios como la realización personal en otro ámbito, son los que más tienden a padecer el síndrome del nido vacío y a esa cuestión voy a referirme en esta nota.
El nido vacío
Elegí este título que tomé de la película argentina, dirigida por Daniel Burman, porque trata, no sin humor, la problemática de un matrimonio, a mi parecer un tanto desencontrado, cuando sus hijos deciden irse de casa. El vacío que se produce cuando los hijos crecen y se alejan del hogar, revela las grietas existentes en el matrimonio.
El sentimiento de malestar, soledad, tristeza y vacío consecuentes, nace en algunos padres cuando uno o más hijos se van de casa, ya sea para ir a estudiar a la universidad o para emanciparse. En general, suele afectar, principalmente, a la madre, pero muchas veces el padre, también padece este síndrome.
Se trata de padres muy dependientes de los hijos, tanto que, cuando los mismos deciden independizarse, no saben qué hacer y no ocultan el sufrimiento que les causa la partida del hijo. Las que más sufren son las madres, fundamentalmente las que no trabajan fuera de casa. Quiero decir que, aunque trabajen en la casa, al no ser un trabajo rentado, no lo consideran un trabajo de verdad. Por ejemplo: cuando se le pregunta a una madre si trabaja, seguramente va a responder que no, porque no cobra ningún salario. Y va a decir que no, aunque trabaje día y noche, sin límite de tiempo.
Cabe destacar que no se trata, literalmente, de un nido vacío, porque cada uno tiene actividades para hacer independientemente de si es lo que quiere hacer en su vida o no, sino que se trata de la sensación de vacío en la pareja. Aparecen los silencios y lo no dicho a tiempo. La pareja debe reorganizarse y alcanzar una nueva estabilidad a partir del cambio.
Cuando la partida de los hijos es vivida por los padres como un acto de abandono o de falta de reconocimiento, no reconocen que si los hijos pueden separarse de los padres en pos de un futuro mejor, es por lo que ellos mismos supieron transmitirles. Al no reconocerlo, estos padres, empiezan a padecer trastornos del sueño, como insomnio o frecuentes despertares nocturnos además de desarrollar síntomas asociados a la depresión, como la fatiga o la falta de concentración a lo que se agregan fuertes dolores de estómago, mala digestión o, hasta lumbalgias.
La pena de la separación

En mi libro de poesías: “Sinfonía Mayor”, al referirme al nacimiento de Caín, escribí: “Es otro, / lo sabe. / Se irá, / lo sabe. / No hay dolor. / Hay pena. / Una tristeza que alegremente duele. / Duele la pena de la separación.”

Sigmund Freud, nos enseña que la actitud de padres tiernos hacia sus hijos, hay que considerarla “como renacimiento y reproducción del narcisismo propio, abandonado mucho tiempo atrás”. Es por eso que los padres atribuyen al niño toda clase de perfecciones y encubren y olvidan todos sus defectos, además de necesitar que el niño tenga mejor suerte que sus padres. “Enfermedad, muerte, renuncia al goce, restricción de la voluntad propia no han de tener vigencia para el niño, las leyes de la naturaleza y de la sociedad han de cesar ante él, y realmente debe ser de nuevo el centro y el núcleo de la creación. His Majesty the Baby, como una vez nos creímos”.
Pero todo lo que acabo de transcribir, se refiere tan sólo a los primeros años de vida. Puede vivenciarse hasta la adolescencia pero nunca más allá. Por algo, el pensamiento judío considera que la niña es una mujer a partir de los doce años, cuando se celebra el Bat Mitzva, mientras que el hijo varón es un adulto a partir de los trece años, momento en que realiza el Bar Mitzva.
Hay una conmoción fuerte cuando nacen los hijos y otra cuando ellos parten. Sin embargo, el hijo no es propiedad de los padres. Ellos lo aman, lo cuidan, lo acompañan en el crecimiento, lo educan y le dan las herramientas para que pueda separarse y acceder a un futuro mejor.
Cuando el hijo decide dejar la casa de los padres, es fundamental que los padres puedan alentarlo, ayudarlo y acompañarlo en este propósito lo que implica que es posible aceptar la nueva situación, puesto que la relación con los hijos no sólo no termina sino que, afortunadamente, cambia.

Quiero recordarles que Los Diez Mandamientos se instauran a partir de un no (no matarás, no robarás), necesario para que la vida sea posible. Sólo hay dos mandamientos afirmativos: honrarás el sábado y hon­rarás a tus padres.
El primero instaura un día de descanso, paso esencial en la historia de la humani­dad, instante de pausa, diferencia introducida en el tiempo por obra de la palabra. El segundo da cuenta de la deuda simbólica que contrae un hijo por existir y no es sin el precepto "Ele­girás la vida".
Y, para elegir la vida, es necesario partir de la casa de los padres. Partir para poder incluso volver, siendo otro, con una vida propia.

“No encontré el mundo desierto cuando vine a él: mis padres plantaron para mí antes de que yo naciera. Yo plantaré para los que vengan detrás de mí”. Talmud.

Número 537
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