Comunidades


Periódico Judío Independiente
La mejor prueba de que los judíos son un pueblo
Por Andres Rosemberg/ especial para Comunidades
Como muchos sabrán, la República Argentina es un gran país formado por inmigrantes de distintos orígenes y procedencias. Hasta el día de hoy, en la sociedad argentina incluso bisnietos y tataranietos que son tercera o cuarta generación de hijos de inmigrantes nacidos en Argentina sienten alguna afinidad, en mayor o menor medida, por el país de origen de sus antepasados cercanos. Cada colectividad tiene su propio centro cultural, lugar de rezo, club de actividades deportivas y reuniones, algún tipo de representación comunitaria, etc. Toda mi vida me relacioné con otros judíos. No tanto por una decisión propia calculada matemáticamente, sino simplemente porque crecí en ámbitos judíos (jardín, primaria, secundaria, clubes).

Sin embargo, si piensan que por eso no tuve contacto ni conocimiento sobre otras culturas, tipos de comida, historias nacionales o vestimenta, están equivocados. Conocí judíos cuyos padres o abuelos vinieron de Rusia, Polonia, Hungría, Ucrania, Marruecos, Siria, México, el País Vasco, Italia y Grecia, entre otros. Judíos ashkenazim, sefaradim, mizrahim… los conocí a todos. Pero hay una diferencia con el resto de las colectividades: sus centros de reunión eran las escuelas judías, sus marcos sociales eran los clubes judíos, su militancia política eran las tnuot noar, sus lugares de rezo eran las sinagogas, sus actividades comunitarias eran en Amia. Recuerdo que siempre le preguntaba, ya no a los hijos o nietos de inmigrantes, sino directamente a los propios judíos que vinieron a la Argentina desde lugares tan distantes, la misma pregunta. A los judíos que venían de Rusia les preguntaba por qué nunca fueron a una actividad con sus coterráneos en la Casa Rusa de Buenos Aires. A los judíos que venían de Polonia les preguntaba por qué nunca fueron a la Unión Polaca de Berisso. A los judíos que venían de Grecia les preguntaba por qué nunca se interesaron por la Asociación Helénica Sócrates. A los judíos sefaraditas les preguntaba por qué nunca fueron invitados a la Federación de Asociaciones Gallegas, el Club Español o el Centro Laurakbat. A los judíos que venían de París les preguntaba por qué nunca fueron a la Alliance Françiase. A los judíos que venían de Ucrania les preguntaba por qué nunca visitaron la colectividad ucraniana. A los judíos que venían de Damasco les preguntaba por qué nunca fueron al Club Sirio Libanés de Buenos Aires. A los judíos que venían de Milán les preguntaba por qué nunca fueron a Feditalia. A los judíos de origen marroquí les preguntaba por qué nunca desearon visitar al menos una vez Casablanca. A los judíos que venían de Hungría les preguntaba por qué nunca visitaron la Federación de Entidades Húngaras de la Argentina. A los judíos que venían de Alemania les preguntaba por qué no conocen el Deutscher Klub de Capital Federal.

En el mejor de los casos, ante estas preguntas solo encontraba una fría y desinteresada indiferencia gentil. En el peor de los casos, no querían saber nada de sus “hermanos” que también vinieron en barco de los mismos lugares en las mismas condiciones con las mismas costumbres. Este último caso está perfectamente representado por mi abuela, cuando de chiquito le pregunté por qué no se juntaba con otras abuelas ucranianas no-judías que vivían en Argentina, si ella misma había nacido en la ciudad de Rovno… me contestó de tal forma que nunca más volví a sacar el tema: “Los ucranianos son peores que los nazis. Los ucranianos mataron a mi madre y hermanas en los bosques de la muerte antes de que los alemanes dieran la orden y vos todavía me preguntas por qué no me junto con esa gentuza a tomar el té en Almagro. Te aseguro que para ellos soy cualquier cosa menos ucraniana.”

Confieso que no fue la primera ni la última vez que escuché una respuesta semejante de un abuelo o abuela. A la fuerza muchos aprendieron que son judíos y nada más. A la fuerza aprendieron que aquello que fue bueno para los franceses, alemanes o polacos, nunca fue bueno para los judíos. El Judaísmo, después de todo, es una nación. Incluso la propia Biblia lo dice: Am Israel (el PUEBLO de Israel), no “los creyentes” de Israel. Cuando los judíos traicionan a su nación (insisto, no estoy hablando de prácticas religiosas, eso es algo muy personal), cuando los judíos se pasan dando besitos e intentando ser patriotas del país donde residen… nos matan seis millones y el mundo apenas abre la boca. Luego del Iluminismo, cada maldita vez que los judíos intentaron asimilarse y creer que son “alemanes de fe mosaica”, ocurrió una tragedia. Parece como si estuviera escrito en el ADN de la raza humana.

Pero algo cambió en 1948. El interés de los judíos por Israel es proporcional a la hostilidad que se les manifiesta y no a la inversa como alegan los antisemitas. En el sionismo la única riqueza verdadera que se le ofrece al judío es la seguridad de la vida, física y afectiva, en el sentido más original de la palabra. Esto es el reverso a la dispersión (la seguridad de la muerte). El sionismo es pasar de una época en la cual la historia es sufrida por los judíos, a una época en la cual se crea historia, se la disfruta. Además, la respuesta sionista a la cuestión judía no es un mito como tantas ideologías fracasadas del siglo XIX y XX. Es una realidad misma: A la alienación de los guetos opone la libertad de lo universal; a la inseguridad de la falsa emancipación clásica opone la seguridad de una sociedad contractual; a la inquietud de la muerte opone la dicha; al aislamiento improductivo opone la sociabilidad productiva; a la humillación gratuita opone la gloriosa victoria. En otras palabras, al igual que muchos hermanos, siento orgullo de ser judío – no simplemente por la gesta de Moisés, los Macabeos, la Torá o una tradición de cuatro milenios – sino precisamente por el Israel del siglo XXI. Siento orgullo de ser judío hoy, aquí y ahora, gracias al Estado de Israel terrenal. Levántate hasta que los corderos se conviertan en leones. La magnitud de la masacre que sufrimos nos hace saber para siempre que ser judío en la dispersión es para la muerte violenta sin causa justificada. Por ende, la única respuesta científica es el sionismo, pues contiene un futuro de vida a construir para uno mismo, mientras que todas las otras respuestas ilusorias a largo plazo son de muerte.

Por ende, oponerse al sionismo no es simplemente negar el derecho a la autodeterminación nacional de un pueblo entero. No es simplemente abogar por la desaparición de un país soberano. Oponerse al sionismo, es desear la muerte de todos y cada uno de los judíos de este mundo, hasta el último bebé mitad judío nacido en Alaska. Así de simple. Pero si los judíos entendemos que somos parte de una misma nación y un mismo destino, si somos fieles a Israel y defendemos a los nuestros… mejor cuidate Persia, porque sufrirás un daño enorme y no habrá Chavez que te salve. Pues la única virtud a presente es la lealtad.

A pesar de todo, Am Israel Jai



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