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Periódico Judío Independiente
La globalización: entre la incertidumbre y el temor a lo nuevo.
Por Susana Grimberg. Psicoanalista y escritora
Me sorprende el énfasis que se pone en el tema de la globalización como si fuera un hecho nuevo. La globalización siempre existió. Surgió en la prehistoria con los movimientos migratorios. El Imperio Romano, puso vastas zonas desconectadas entre sí bajo su dominio en tanto que China hizo lo mismo con los territorios sometidos a las sucesivas dinastías. El descubrimiento de América marcó la interrelación con un mundo desconocido. Finalmente, la globalización se acrecentó con la revolución de los sistemas de transporte y las comunicaciones en las postrimerías del siglo XIX.
Sin embargo, es a partir de la caída del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría, que la globalización se aceleró hasta convertirse en el fenómeno económico, social y político dominante de nuestra época.
Como vemos, la globalización no es un hecho aislado, sino el resultado de un largo proceso histórico por el que muchas zonas se vieron favorecidas, mientras que otras no lograron salir de la pobreza. Por ejemplo: mientras que en 1960, según las cifras de la ONU, los ricos ganaban treinta veces más que los pobres, la concentración de la riqueza mundial según datos de 1994, se duplicó hasta hacer que, en la actualidad, los ricos ganen setenta y seis veces más que los pobres.
Ciertamente, la globalización ha resultado ser un proceso de pérdida para algunos países sin recursos económicos. Sin embargo, otros países, en iguales circunstancias, supieron aprovechar la transferencia de conocimientos, alcanzando en pocos años un desarrollo significativo que, de otra manera, les hubiera llevado décadas.
Esto no es sin consecuencias para las sociedades en su conjunto. De todas maneras, hay puntos a su favor: el aumento del conocimiento, impulsado por los adelantos tecnológicos y los descubrimientos científicos, que han beneficiado a la humanidad; una mejora en la comunicación continental por la que el sector laboral puede coordinar acciones en defensa de los trabajadores; un proceso global que ha permitido ampliar espacios de democratización y redistribución del poder, que puede ser aprovechado por la sociedad civil, por ejemplo, el surgimiento de redes de comercio justo para los pequeños y medianos productores de cada región.
Así encarada, la globalización trajo ventajas interesantes para la población en general pero introdujo sentimientos de temor, incertidumbre, desconcierto ante lo que es vivido como una amenaza.
Hace unas décadas, Albert Camus (1913-1960, Premio Nobel de Literatura 1957) denominó al siglo XX como el siglo del miedo. Como dije en otras oportunidades, el escritor supo anticipar que, muchas veces, la humanidad se había encontrado ante un porvenir incierto; la diferencia es que antes se podía salir de las encrucijadas gracias a la palabra y a los valores éticos por medio de los cuales se podía armar alguna esperanza. En aquél entonces, tanto como hoy, al carecer de la vía de la palabra, se ha ido perdiendo la “confianza del hombre siempre dispuesto a creer que se podían obtener de otro hombre reacciones humanas hablándole con el lenguaje de la humanidad”.
Zigmunt Bauman, autor al que suelo mencionar, coincide con Camus al sostener que nuestras ciudades, amuralladas en el origen, son metrópolis del miedo, lo que no deja de ser extraño pues surgieron como defensa contra los peligros provenientes del exterior.
Por otra parte, Bauman nos dice que vivimos un tiempo líquido porque no hay valores sólidos sino volubles. Los modelos no perduran lo necesario como para arraigarse y, en medio de tantas transformaciones y pérdidas, se ha ido renunciado al pensamiento y a la memoria dado que “el olvido se presenta como condición del éxito”. El afán por lograr el éxito es una de las causas de los problemas sociales y, también, personales.
La inseguridad, la crisis económica y los problemas personales, han colaborado, con el incremento en las ventas de los psicofármacos. No debemos subestimar que los vínculos entre algunos médicos y las empresas, han ido tomando una gran importancia en las decisiones médicas a la hora de la prescripción, dado el carácter distintivo del contexto argentino: la amplia circulación de copias no autorizadas de medicamentos. Es más, se ha llegado a pensar que ciertas medicaciones producen la enfermedad que pretenden tratar.
Las prácticas del mercado, unidas a la falta de ética de algunos profesionales, desempeñan un rol clave en el crecimiento de identidades diagnósticas flexibles tales como la depresión. Un médico me dijo que no deberíamos olvidar que los profesionales de la salud vivimos de los enfermos y que si el médico se lo propone, siempre es posible encontrar alguna enfermedad encubierta. Esto me hizo recordar un refrán judío europeo (les pido disculpas a mis lectores médicos), que dice: a un médico nunca le desees un buen año.
“¿Qué es lo que los seres humanos mismos dejan discernir, por su conducta, como fin y propósito de su vida?” Es la pregunta que se hace S. Freud. “¿Qué es lo que exigen de ella, lo que en ella quieren alcanzar? No es difícil acertar con la respuesta: quieren alcanzar la dicha, conseguir la felicidad y mantenerla”. Esto significa que el hombre va a hacer todo para no sentir dolor, por eso los medicamentos y, por otra parte, aspira a una vida sin frustraciones, de puro placer que es lo que está sucediendo en nuestro tiempo.
Freud afirmó también que deberíamos aprender de cómo el comerciante precavido evita invertir todo su capital en un solo lugar, porque la sabiduría de la vida aconseja no esperar toda satisfacción de una aspiración única. El éxito nunca es seguro y depende, sobre todo, de la capacidad para adecuarse al medio circundante para poder disfrutar de la vida de la mejor manera posible y sin perjudicar a los demás.
También, Freud dijo que “parece establecido que no nos sentimos bien dentro de nuestra cultura actual, pero es difícil formarse un juicio acerca de épocas anteriores para saber si los seres humanos se sintieron más felices y en qué medida, y si sus condiciones de cultura tuvieron parte en ello”.
Estamos viviendo una época tan confusa como alarmante: la amenaza del terrorismo, terremotos e inundaciones, robos, violencia callejera, corrupción. Nos enseñó Adriana Serebrenik, con su estilo claro y directo, que “tenemos la impresión de vivir en una época mundial de inseguridad inusitada. Nos topamos con las marcas de ser mortal y sabemos que somos sólo humanos. Poco depende de nosotros. La cuestión está en aprender a vivir con lo inevitable, discriminar qué es posible modificar y hacerlo”. Por eso es importante no olvidar que hay cosas que no regresan: la palabra dicha, el tiempo perdido, las oportunidades. Les recuerdo un dicho rabínico: “Los hombres se preocupan más por sus posesiones, en lugar de preocuparse por la pérdida de sus días que jamás le serán devueltos”.
Para concluir, podemos pensar y vivir la globalización como una puerta abierta al mundo, con todos los sinsabores y beneficios que nos pueda traer. Incluso la incertidumbre puede enriquecernos, porque donde dudamos, existimos. El punto es aprender a pensar de otra manera, sobre todo si nuestro enfoque conduce a un camino sin salida. ¿Y cómo se sale? Es simple: por donde se entró.


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