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La enfermedad del poder
Por Saúl F. Salischiker - Médico Psiquiatra

Hace unas semanas me encontraba dando una charla en un salón sobre un ciclo llamado “Los Miedos de Hoy y cómo combatirlos”. Cuando terminó la reunión, se me acercó un grupo de señoras felicitándome y elogiándome. Varias me contaron que venían a conocerme porque habían quedado impactadas con artículos que habían leído en el diario y en mi página de Internet. Otras me comentaron que tienen un grupo que se reúne semanalmente en un templo de Capital y leen y trabajan sobre mis artículos.

Yo, en ese momento, no solamente me sentí halagado sino que tuve durante un pequeño instante la sensación de sentirme poderoso. Es lo que yo llamo sensación de éxtasis y fascinación con uno mismo.

Este hecho me llevó a hacer varias reflexiones: si yo me sentí poderoso unos minutos porque unas señoras (sin ánimo de disminuirlas) habían halagado mis trabajos, ¿cómo debe ser la sensación de la persona que tiene un poder constante y total?; ¿cómo controla esa persona su poder, su sensación de fascinación, de hacer simplemente lo que desea? ¿Cómo es que esa persona baja a la realidad y vuelve a funcionar como un ser humano común?

Indudablemente, debe ser muy difícil. La frase “el poder corrompe” es perfectamente clara. Y no sólo corrompe respecto del dinero, ya que el que tiene el poder considera que todo le corresponde y que no hay nada ilegal en apropiarse de algo que le pertenece, porque es dueño de todo, incluyendo la verdad absoluta.

También estamos hablando de que el poder corrompe psicológicamente porque ubica al individuo en una posición narcisista máxima, casi imposible de modificar.

El narcisismo patológico, aumentado por la manifestación popular, es muy complejo de manejar, y solamente personas muy excepcionales en la historia pudieron controlarlo.

Manuel Belgrano fue siempre humilde y, a pesar de su situación económica no privilegiada, donaba los premios de batallas ganadas para construir escuelas fronterizas.

Golda Meir realizaba reuniones de gabinete en su casa (la misma de siempre) y ella misma servía el café.

En el otro extremo, el emperador romano Calígula, para demostrar su poder infinito, llegó a elegir cónsul a su caballo, actitud que luego se le volvió en contra, porque el pueblo lo odiaba y terminó por provocar se derrocamiento.

En el caso de Belgrano y Golda Meir tal vez sus acciones fueron intentos concientes o inconscientes para evitar caer en la fascinación “del sí mismo”; en nuestro país predominan los ejemplos negativos en la vida pública de abuso del poder, y no alcanzaría este artículo para describir solamente algunos.

Dentro de cualquier grupo humano, el éxtasis del poder de un individuo sólo es factible de contrarrestar con el dominio de uno mismo, que transforme esa relación orgásmica en efímera y no en permanente. Esto último sería grave, dado que se perdería el concepto de realidad y vulnerabilidad de la propia persona.

En el siglo VI aC, El filósofo Lao Tse refiere textualmente “El que domina a los otros es fuerte, el que se domina a sí mismo es poderoso”. O sea, que el verdadero poder reside en ser fuerte interiormente para dominar el enamoramiento del yo, y ser humilde en el afuera para entender a los otros.

La soberbia es el disfraz externo del narcisismo patológico.




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