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Periódico Judío Independiente
El mito de la centralidad israelí
Por Julián Schvindlerman
Tiempo atrás, el compositor griego Mikis Theodorakis creó cierta conmoción internacional al afirmar que “los judíos son la raíz de todo el mal”. Una variante políticamente correcta de esta aseveración judeófoba ha estado presente por un buen tiempo ya en el discurso diplomático en lo relativo al Medio Oriente. A saber, la noción de que Israel es la raíz de todo el mal en dicha región. Solamente en las últimas semanas, esta idea ha sido declarada -en léxico diplomático- por dignatarios y políticos tales como el francés Jacques Chirac, el español José Luis Rodríguez Zapatero, el británico Tony Blair, el ganés Kofi Annan, y los estadounidenses James Baker III y Lee Hamilton, entre tantos otros.

Según estos interlocutores, hemos de concluir que las matanzas entre sunitas y chiítas en Irak, el genocidio en Sudán, el avance del fundamentalismo islámico en Somalía, la guerra civil en Argelia, el programa nuclear iraní, la represión política en Siria, la supresión de la mujer en Arabia Saudita, la pobreza en Egipto, y mucho más, tienen su razón de ser en la inexistencia de paz entre israelíes y palestinos. La propuesta es tan absurda que nos cuesta creer que gente bien informada e inteligente pueda suscribir a una impresión tan irracional y reduccionista de la realidad mesoriental. De no ser porque está ganando cada vez más terreno, ella debería ser ignorada con desdén. Pero como en los asuntos del Medio Oriente son las distorsiones las que tienen mas adeptos, cuestionar esta falacia se impone.

La disputa palestino-israelí (o si se prefiere la ampliación, la árabe-israelí), ha sido uno de los conflictos menos letales en la historia moderna de la contienda bélica. Tal como Binyamín Netanyahu ha documentado en su libro A Place Among the Nations años atrás, y Ben-Dror Yemeni lo ha hecho recientemente en las páginas de Maariv, la cantidad de árabes y palestinos muertos en las guerras e intifadas contra Israel totaliza unos 60.000 en un período de casi seis décadas. En ese mismo lapso de tiempo unos 5.000.000 de árabes y musulmanes fueron asesinados en diversas guerras civiles e interestatales en la región. Así se revela una sucesión de tragedias humanitarias abismal: la invasión egipcia al Yemen provocó 250.000 muertes, la guerra civil argelina se cobró 1.000.000 de vidas, la guerra civil libanesa otras 130.000, la incursión libia a Chad generó 100.000 víctimas fatales, las dos guerras civiles en Sudán costaron alrededor de 2.500.000 vidas, la guerra civil somalí mató a medio millón, y la guerra entre Irán e Irak se cobró otro millón más. Estos guarismos desconsideran represiones internas que derivaron en miles de muertes tales como la de jordanos contra palestinos en 1970/71, la de sirios contra musulmanes radicales en 1982, e iraníes khomeinistas contra ciudadanos disidentes en los últimos 27 años.

Nada de esto ocurrió porque los palestinos no hayan tenido un estado propio o porque Israel haya construido asentamientos. La obsesión con la realidad palestino-israelí no permite que el mundo se avoque a la resolución de crisis humanitarias exorbitantes y quienes más sufren por ello son las víctimas de esas masacres. “Israel paga en imagen. Ellos [los árabes] con sangre” señala Yemeni.

El giro actual de esta actitud postula que si tan solo Israel cediera los Altos del Golán a Siria y otorgara la soberanía a los palestinos, entonces Irán renunciaría a su ambición atómica y, junto con Siria, dejaría de promover violencia en Irak. Si tuviera algo de mérito, cabría dar lugar al debate a propósito de la sensatez y la justicia de presionar a un pequeño estado asediado desde siempre con la esperanza de alcanzar la estabilidad en otras áreas. Pero como en todo caso este concepto no tiene gollete, este exceso de atención sobre el meollo entre israelíes y palestinos pasa a ser extremadamente imprudente en tanto distraerá a la familia de las naciones de atender los peligros reales contemporáneos. Ni Irán ni Siria están fomentando una guerra civil en Irak para que los palestinos sean independientes. Los promotores de esta falsedad deben reevaluar sus premisas. Esta vez su error no se traducirá en tragedia para los mismos árabes (cuyo destino en realidad a estos adalides de la ingenuidad nunca les importó) sino para ellos mismos: un Irán nuclear será una amenaza para todo Occidente y no solamente para Israel y la región.

El prospecto de un Irán nuclear acarrea la semilla de dos demonios: el efecto dominó sobre futuros aspirantes al club atómico y el escenario pesadillesco del terrorismo nuclear. Conforme a la visión de Carlos Escudé: “El mundo se nuclearizará, y con ello tendremos la certeza de que casi cualquiera podrá llevar a cabo extorsiones nucleares, escalando el potencial del flagelo terrorista hasta extremos dantescos”. En efecto, si accedemos a convivir con un Irán nuclear, deberemos aceptar la posibilidad de ver algún día un hongo atómico sobre Tel-Aviv o la destrucción de la Capital Federal -ya no sólo la del edificio de la AMIA- como objetivo de un tercer atentado. Estos serán los riesgos. El momento de actuar para evitarlos es hoy, y lo primero que debemos entender es que lo último que ha tenido en mente el régimen iraní -desde el distante 1979 cuando Khomeini tomó el poder por la fuerza en nombre de Allah hasta el presente 2006 cuando Ahmadinejad procura enriquecer uranio- ha sido la causa palestina.

Con la misma vehemencia con que hemos denunciado la calumnia de Theodorakis oportunamente, debemos cuestionar ahora esta nueva versión políticamente más correcta y mucho más peligrosa.

Número 409
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