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Periódico Judío Independiente
El atentado a la AMIA y la sociedad argentina
Por Julián Schvindlerman
Uno de los ejes de análisis relativos al atentado del 18 de julio de 1994 -cuyo aniversario número 12 está próximo- gira en torno a la percepción social del mismo: ¿fue dicho ataque atroz perpetrado contra la comunidad judía puntualmente o contra toda la sociedad argentina?

Varios factores sustentarían la impresión de una afronta violentísima particularmente dirigida contra la judería local. La elección del objetivo es indicativo de ello: se atentó contra un símbolo de la vida judía en la Argentina; no contra algo más representativo de la argentinidad como podría serlo el Obelisco, la Catedral o el Monumento a la Bandera. Hasta el día de la fecha, son solamente las instituciones judías -sean éstas educativas, sociales, culturales o deportivas- las que se hallan protegidas por cantones de cemento y guardias de seguridad. De haber existido la impresión de un país, y no sólo de una comunidad, vulnerable al terrorismo, entonces todas las escuelas, clubes, museos, etc, de la nación estarían bajo similar protección. Esto simplemente no sucede. Asimismo, el hecho de que haya acontecido a pocos años de la voladura de la embajada israelí en Buenos Aires pudo haber reafirmado la noción vinculante entre uno y otro evento, tal como probablemente haya incidido en la conformación de dicha impresión la participación de tropas de rescate israelíes en suelo patrio. De haberse tratado de un atentado contra la Argentina ¿por qué habría exclusivamente Israel, de todos los países posibles, de enviar socorristas? Que el inconsciente colectivo percibió el atentado contra la AMIA como un incidente primordialmente anti-judío más que anti-argentino quedó plasmado en una polémica observación de un periodista desprevenido que afirmó que habían muerto “víctimas” (léase judíos de la AMIA) e “inocentes” (es decir, argentinos no judíos que pasaban por allí).

Esta imagen de un atentado de especificidad anti-judía tuvo eco global. Quien haya seguido la prensa judía mundial de aquél entonces, posiblemente estará familiarizado con una frase muy repetida que aludía al atentado de 1994 como el peor ataque terrorista contra el pueblo judío fuera de Israel desde el Holocausto. En conjunto, estos desarrollos, y posiblemente otros varios más, podrían explicar que el atentado cuyo nuevo aniversario estamos próximos a conmemorar fuera percibido por al menos gran parte de la sociedad argentina como un ataque contra la comunidad judía, fundamentalmente.

Al mismo tiempo, debe reconocerse que la nación Argentina fue deliberadamente seleccionada como objetivo, también. El horrible incidente ocurrió aquí; no en Bélgica o en Perú, y no fue resultado del azar sino de una planificada decisión foránea. Fue el peor atentado terrorista en la historia patria y, dejando de lado el hecho de que la sangre de las víctimas -judías y no judías- se mezcló indiscriminadamente, el trágico acontecimiento implicó un acto de agresión externa donde la soberanía nacional fue violada y ciudadanos argentinos atacados y asesinados por actores extranjeros (con traidora asistencia local). En suma, todos los argentinos fuimos golpeados.

Inicialmente, el shock y el espanto se apoderaron de la sociedad. Le siguieron la consternación popular y la atención periodística, las demandas de justicia, las exigencias de castigo a los culpables, y, con el tiempo, la indignación por el devenir de una causa judicial errática, compleja, y demasiado turbia. Gradualmente, la gesta recordatoria fue recayendo casi exclusivamente sobre los hombros de la comunidad judía que, con valioso apoyo de la intelectualidad gentil, continúa cada 18 de julio llorando a los muertos, repudiando el atentado y reclamando justicia. Por su parte, excesivas internas comunitarias han socavado la constitución de un frente unido en el reclamo y firme en el seguimiento, y hasta el día de hoy la comunidad judía no ha sabido o podido resolver sus perniciosas diferencias.

Hasta aquí el pasado, ¿pero que hay del presente, del futuro? ¿Se han aprendido las lecciones de aquél atentado? ¿Se comprende la magnitud de la amenaza terrorista contemporánea? Me temo que no. Son pocos los que advierten que el mismo fundamentalismo islámico que azotó dos veces nuestras costas es el mismo que desde entonces y con escalofriante regularidad ha dejado sus huellas de odio en Nueva York, Madrid, Londres, Tel-Aviv, Chechenia, Bagdad, Ammán, Estambul y otras partes. ¿Se aprecia la resignificación de estos atentados frente a un escenario internacional con un Irán nuclear? ¿Se entiende que la conmemoración sin concientización deviene en mecanización? ¿Qué junto con el imperativo ético de honrar la memoria de los caídos tenemos un obligación práctica y moral de prevenir una repetición de análogas tragedias a futuro? Estas preguntas deben se formuladas, y, por sobre todo, y por el bien de todos nosotros, espero que en un futuro cercano, satisfactoriamente abordadas.










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