Comunidades


Periódico Judío Independiente
Un Talibán en América
Por Julián Schvindlerman
Especial para Comunidades

La mañana del 26 de febrero último me encontraba en Nueva York y decidí desayunar distendidamente en uno de los tantos Starbucks Coffee que adoro. Me senté en una de sus mesas acompañado por un delicioso y humeante café de chocolate blanco, desplegué la abultada edición dominical del New York Times, y, al toparme con la portada de su revista, quedé estupefacto. El rostro de un joven afgano me miraba, vestía saco y camisa, y más abajo se leía la siguiente capción: “Él fue el vocero de los Talibanes. ¿Entonces que está haciendo en Yale?”. Así, en segundos, aquella atmósfera de relajo se disipó por completo.

Y no era para menos. ¿Cómo podría el ex portavoz de uno de los regímenes más retrógrados del planeta, legendario por su fanatismo religioso y antiamericanismo visceral, y bajo cuya hospitalidad planeó Osama Bin-Laden los atentados contra el World Trade Center, residir libremente y estudiar en una de las universidades elite del “imperio”? ¿Cómo pudo Yale aceptarlo cuando –consideraciones políticas al margen- este joven de 27 años ni siquiera había terminado el secundario? ¿Cómo pudo el Departamento de Estado –tan estricto desde el 11 de septiembre de 2001 con la emisión de visados- haber aprobado su ingreso al territorio soberano? ¿Cómo pudo la comunidad de inteligencia –después de tantas reorganizaciones institucionales- no haber detectado esto? Todo lucía demasiado bizarro para ser cierto. Pero lo era. Rahmatullah Hashemi, tal es su nombre, estudió tranquilamente en una de las más prestigiosas universidades norteamericanas (el alma mater del presidente George W. Bush, irónicamente) durante ocho meses hasta que el New York Times causó revuelo con la publicación de la insólita novedad.

El enlace que le abrió el camino hacia Estados Unidos fue Mike Hoover, un periodista freelance de la CBS de quién Hashemi fue guía y traductor durante una de las varias visitas que el primero hizo a Afganistán, luego permanecieron en contacto, y cuando el régimen Talibán cayó Hoover sugirió a Hashemi que continuara sus estudios del otro lado del mapamundi, llegando incluso a crear una fundación para lograr tal propósito. Como resultado de sus esfuerzos, ahora estamos presenciando una de las situaciones más surrealistas de la era post-9/11: quien fuera portavoz de un régimen bestial que promovió terrorismo, oprimió a las mujeres, masacró a homosexuales, y odiaba a los “infieles”, ahora se pasea en un campus universitario con judíos, cristianos, ateos, mujeres liberadas, gays y lesbianas, cena frecuentemente en el restaurante kosher de la universidad, y hasta se anotó en el curso “Terrorismo: pasado, presente y futuro”.

Todo esto es a primera vista tan sorprendente que uno se ve arrastrado al campo de la especulación en un intento de explicar racionalmente las motivaciones estadounidenses en este affair. ¿Podría tratarse de un premio político a un ahora informante? ¿Estarían los expertos en relaciones públicas procurando convertir al ex-Talibán en un símbolo del triunfo norteamericano en la tan mentada guerra de las ideas? Es difícil saberlo, pero ambas conjeturas lucen improbables. En cuanto a la primera, un buen fajo de billetes hubiera logrado lo mismo más discretamente. En cuanto a la segunda, para ser coherente debía haber estado acompañada de una campaña de publicidad.

Me temo que más bien se trata de un caso de respeto a la diversidad cultural llevado al extremo, donde en aras del multiculturalismo las elites progresistas norteamericanas parecen estar dispuestas a todo…incluso a albergar al enemigo en su propia casa. Tal es así que lejos de abochornarse por la noticia, un diplomático que dicta clases allí dijo en una entrevista con la revista de la universidad Yale Daily News que “esto nos muestra al frente en identificar y estimular a aquellos con el potencial de hacer del Medio Oriente un lugar mejor y una región responsable dentro de la comunidad internacional”.

Si este es uno de esos candidatos destinados a mejorar el Medio Oriente estamos en problemas. Hashemi fue el defensor público de un régimen feudal que exhibió cuerpos descabezados en la calles a modo de advertencia a futuros rebeldes, que exterminó a homosexuales arrojándolos en pozos que luego eran cubiertos con trozos de paredes demolidas sobre ellos, que les arrancaba las uñas a mujeres que osaban maquillarse, que ejecutaba públicamente a opositores en el estadio de fútbol de Kabul, que demolió dos estatuas milenarias de Budah y que mandó a sacrificar cien vacas en penitencia por no haber derribado las estatuas con anterioridad, entre otras atrocidades. Tan cruel era la vida para las mujeres durante la era Talibán que según un estudio de la profesora de Harvard, Lynn Amowitz, el 18% de 223 mujeres afganas que ella entrevistó dijo haber intentado suicidarse bebiendo pesticidas o ahogándose en ríos locales. Una mujer que huyó de Afganistán durante los años ochenta comentó al Wall Street Journal: “La ironía de que Yale esté educando a un oficial de un régimen que prohibía a las mujeres ir a la escuela es demasiado”. Consciente de la contradicción presente, el propio Hashemi dijo al New York Times: “En cierto sentido soy la persona más afortunada del mundo. Pude haber terminado en la Bahía Guantánamo. En lugar de ello terminé en Yale”.

Después de todo, quizás sea Yale el lugar adecuado para Hashemi. La noción de aceptación de la “otredad” reina tan magistralmente en su campus que en marzo de 2001 se realizó un debate titulado “El Talibán: pros y contras” -sigo curioso por saber cuales eran los “pros”- y Amy Aaland, la directora ejecutiva del centro judío donde el ex-talibán cena usualmente –la veta judía en este episodio no podía faltar- no tiene reparos en afirmar que este asunto es “representativo de la rica diversidad cultural de Yale”.

También es representativo, uno podría agregar, de la desubicada benevolencia que plaga a vastos sectores del progresismo norteamericano.

Marzo de 2006
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