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Periódico Judío Independiente
Mi hijo el doctor
Desde la época de nuestros patriarcas, Abraham Itzjak y Iaacov, cada nueva generación de judíos se encuentra un poco más alejada del nivel espiritual alcanzado por aquellos. Es más, si D’s castigara al individuo hoy en día midiendo con la misma vara que lo hacía en aquellos años, probablemente no quedaría nadie.
Sin embargo, es común escuchar a los padres decir que quisieran que sus hijos sean mejores que ellos, que tuvieran un mejor pasar, o al menos que no sufrieran los mismos padecimientos.
Indudablemente nadie puede discutir lo bien intencionado de este pensamiento. Lo que cabría preguntarse es qué hace cada uno para ser mejor que sus padres, y a su vez para que sus hijos sigan ese mismo camino.
La gran oleada de inmigrantes judíos llegada al país en la primera mitad del siglo pasado, lo hizo en gran parte escapando de la guerra y la persecución nazi. Parte de ellos sentó las bases de instituciones que aún hoy funcionan, y de otras de las cuales apenas queda la estructura edilicia. Muchos supieron mantener la vida judía en sus hogares, y lograron transmitirlo a sus descendientes, mas otros se alejaron por la tentación de adaptarse a la sociedad circundante, entendiendo por “adaptación” a dejar de observar el Shabat, trabajar los sábados, dejar de comer casher, no estudiar Torá. Quizá muchos se vieron afectados por el estigma de la persecución, y asumieron la actitud de practicar el judaísmo sin exteriorizarlo, o asumiendo las costumbres gentiles. De este modo la integración se materializó mediante la pérdida de la observancia de nuestros valores y tradiciones.
¿Qué significaba entonces “lo mejor para nuestros hijos”? Que sean profesionales, como símbolo de prestigio social y bienestar económico. Estudiar hebreo o Torá no resulta pues útil para manejarse en la vida, comunicarse con el mundo, o conseguir trabajo.
La cultura del trabajo, el mundo material, queda así delante del mundo espiritual.
Por otra parte, resulta habitual escuchar quejas por los errores presuntamente cometidos por los padres o los suegros, y sin embargo quienes critican cometen exactamente los mismos errores que padecieron ellos. Resulta paradójico que alguien pueda ver con tanta claridad el perjuicio que le ocasionaba la conducta de otra persona, y no perciba sus propias debilidades. Esto sucede a veces por la soberbia y el orgullo que no permiten advertir algo elemental: una persona puede tener razón en un pensamiento, pero ello no significa que automáticamente sea el dueño de la verdad en todas sus afirmaciones. En otras ocasiones, la persona se escuda en una falacia: cada uno es como es, no se puede cambiar -y cuando van pasando los años, peor aún-.
La posibilidad de mejorar va a estar dada cuando el parámetro que se considere sea el adecuado; o sea, cuando se tenga en claro qué es lo importante: ¿llevar una vida de acuerdo a la Torá? ¿brindarse por el otro pensando en lo que necesita? ¿pretender que todo el mundo gire a mi alrededor? ¿ayudar cuando el otro lo requiere, sin esperar a que me lo pida? ¿encontrarse sólo para comer y hablarse para los cumpleaños?
Todas las personas tienen la capacidad de controlar su conducta, sin excusarse en que “reaccionan” frente a la “acción” de los demás. Eso es lo que nos diferencia de los animales, a los que su instinto los lleva a comer, hacer sus necesidades o cualquier otra actividad sin medir cómo, dónde ni con quién.
El bienestar no es una cuestión genética. Depende de nuestra voluntad. Así que quien quiere lo mejor para los demás, es bueno que empiece dando lo mejor de sí mismo.

Diciembre de 2004
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