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Periódico Judío Independiente
Una ola terrorista sacude a Europa
La Sombra de Al Qaeda

Por Alejandro Wenger
Los hechos ocurridos en Madrid 11 de marzo fueron el sueño hecho realidad de todo terrorista que se precie de serlo: no solo alteraron la política interna de un país, al punto de influir decisivamente en una elección para jefe de gobierno, sino que incluso lo transformaron de “enemigo” en “neutral”. En otras palabras: Al Qaeda puso a España fuera de combate con un solo atentado. El líder socialista electo, Rodríguez Zapatero, se encargó de coronar de gloria a los perpetradores del sangriento crimen al anunciar la retirada incondicional de las tropas españolas de Irak, exactamente lo que los terroristas querían. Nunca, desde los tiempos de Neville Chamberlain, la doctrina del “apaciguamiento” había sido aplicada de un modo tan evidente, cobarde y funesto como en la España de hoy, de la mano del PSOE y de Zapatero, exhibiendo descarnadamente cómo el terrorismo puede doblegar con facilidad a una sociedad débil.

¿Para qué en Madrid?

La elección de la capital española pareciera resultar de consideraciones históricas de larga data, tal como lo anuncia el cronograma de atentados de Al Qaeda en sus páginas asociadas de Internet. En rigor, fue Estambul -y no Madrid- el primer blanco de la ira musulmana. Los atentados ocurridos en noviembre contra una sinagoga, así como el que estuvo a punto de producirse en la capital turca el mismo día 11 de marzo (que fracasó por milagro y sin causar más víctimas que los propios suicidas), pretendían dañar a la república laica de Turquía, que puso fin al último gran imperio islámico: el Otomano. Madrid, por su parte, es la capital de Castilla, reino que expulsó a los árabes de la Península Ibérica luego de una dominación de 8 siglos. La que sigue es Roma, sede del Vaticano y de la intolerable “herejía” papal, y finalmente Viena, ciudad que fue sitiada por ejércitos musulmanes en el siglo XVIII, los cuales terminaron derrotados a manos de una coalición occidental bajo el mando de Eugenio de Saboya, terminando con el último intento musulmán de irrumpir en el corazón de Europa.. También se señaló a París como blanco de posibles atentados, no obstante que Francia fue el país que más se opuso a la acción militar norteamericana en Irak, pero en este caso el causal sería la prohibición de usar chador (velo que cubre el rostro de las mujeres musulmanas) en los edificios públicos franceses.

Cono conclusión, puede decirse que lo primero que se aprende del accionar terrorista es que, cuando hay un ataque, no tiene sentido preguntarse el por qué, sino el para qué. Las causas son excusas, y siempre se puede encontrar alguna; de este modo, se termina siguiendo su juego, permitiéndoles legitimarse en mayor o menor medida. En el caso de la terminal de Atocha, los terroristas árabes arguyeron la presencia de tropas en Irak, la alianza con los Estados Unidos, y la participación española en las Cruzadas, ocurrida hace 10 siglos. Pero el verdadero propósito, el para qué, era romper la alianza establecida por el gobierno de José María Aznar con Washington y Londres; la idea es dejar a los americanos lo más solos posible

Por supuesto que el cronograma de Al Qaeda es tentativo, y si se presenta la oportunidad de atentar en Londres, Nueva Delhi, Tel Aviv o Los Angeles, simplemente no la van a dejar pasar. Sin embargo, revela un dato inquietante: los árabes –a los que principalmente va dirigido el mensaje-, conservan fresca en la memoria colectiva una visión imperial del mundo, resabio de sus viejas glorias.


El imperialismo islámico.

La creencia de que el terrorismo islámico se origina en la religión es lisa y llanamente errónea. Tal vez la religión sirva convencer a algún débil mental de convertirse en shahid (suicida), y para que los más viles terroristas puedan vivir -y matar- con la mejor conciencia, pero en el fondo no es más que una pantalla.

La verdadera raíz es política.

Los árabes constituyeron en la Edad Media un gigantesco imperio que se extendía desde el Océano Atlántico hasta China. La religión fue el factor aglutinante, y el ánimo por convertir al mundo a su fe los llevó a exportar el Islam a sitios tan distantes como las Filipinas o el Africa Subsahariana. Con el tiempo, el imperio se fragmentó, declinó, y finalmente fue sometido por otros pueblos. Algunos, como los turcos, adoptaron su religión; otros, como los británicos, franceses, rusos y demás potencias coloniales europeas, fueron impermeables a la cultura y costumbres árabes. Pero el recuerdo de la antigua gloria permaneció intacto, hasta que, a comienzos del siglo XX y de la mano de la riqueza petrolera, volvió a florecer.

Consciente de su nueva riqueza, el panarabismo comenzó a tomar fuerza primero tibiamente, y luego con vigor, a partir de los años Cincuenta, en la forma del llamado “nacionalismo árabe”. Su figura más notable fue Gamal Abdel Nasser, dictador egipcio, y su acción más emblemática, la independencia de Argelia, que expulsó a los franceses de su colonia norafricana mediante la aplicación combinada de terrorismo y guerra de guerrillas. Pero el nacionalismo árabe terminó en fracaso. Sus gobiernos se corrompieron, sufrieron derrotas a manos de sus enemigos “infieles”, o bien terminaron en dictaduras personalistas al estilo Khaddafy en Libia, o Hafez el Assad en Siria. Puesto que se inspiraron en el modelo soviético, en menor escala, corrieron su misma suerte.

El fracaso del nacionalismo árabe, de carácter laico, permitió a sus opositores internos levantar cabeza. Estos no fueron otros que los fundamentalistas religiosos, que siempre desconfiaron –y fueron perseguidos por ello- de los socialistas árabes, ya que, a su modo de pensar, socialismo y liberalismo no eran más que las dos caras de la misma moneda occidental. Pero lo que se advierte es que tanto los antiguos nacionalistas, como los modernos fundamentalistas, levantan las mismas banderas reivindicatorias, revanchistas y violentas de siempre. En el fondo, no hay tantas diferencias entre el discurso de Nasser y el de Bin Laden.

La tan cacareada Jihad, o Guerra Santa, fue proclamada toda vez que se necesitó aglutinar a los árabes con un fin político. Esto ocurrió, por ejemplo, cuando los seguidores de Mahoma atacaron al Imperio Bizantino en el siglo VII, o cuando el caudillo militar Saladino arremetió contra los ejércitos occidentales en época de las Cruzadas. El concepto de Jihad, eminentemente religioso, fue invocado desde el principio en las guerras contra el Estado de Israel. Es decir, en un hecho político. La guerra terrorista iniciada con los atentados del 11 de setiembre del 2001, tendría como fin aglutinar a todos los musulmanes en una gran Jihad mundial que debería terminar, idealmente, con la derrota de los “infieles” y la imposición del Islam como religión universal. Es decir, terminar la tarea que los seguidores del “Profeta” dejaron inconclusa.

Conclusión.

La combinación de política y religión no es un fenómeno extraño, y de hecho dominó la escena europea hasta mediados del siglo XVII. Sería bueno que los políticos, estrategas, pensadores y formadores de opinión en Occidente tuvieran en claro este proceso, y diferenciaran con claridad las excusas religiosas de los propósitos políticos –o, más bien, imperiales- de los terroristas árabes.

En su lugar, asistimos a una obtusa discusión interna dominada por recelos, reflejos antiamericanos, revanchismo poscomunista, antisemitismo mal disimulado, y una torpe incapacidad para definir quién es el enemigo, y que se orienta en focalizar toda la hostilidad disponible en contra de las dos naciones que más empeño ponen en combatir el flagelo terrorista: Estados Unidos e Israel.

21 de Abril de 2004 - 30 de Nisan de 5764
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