Sini tiene una mirada intensa y un cuerpo frágil. Con ojos melancólicos recorre cada uniforme de época en las fotos colgadas en el Centro Ana Frank de Buenos Aires. Se estremece en el recuerdo y se le escapa un suspiro hondo, agrietado. Esta holandesa de 92 años conserva en la niebla de su memoria cada detalle de su Amsterdam ocupada, cuando los nazis irrumpieron en su pequeño mundo. "Yo tenía 20 años cuando comenzó todo.
La guerra me cortó la vida en dos ", dice en un castellano trabajoso que aprendió en Colombia, a donde se fue a vivir con su marido cuando terminó la II Guerra Mundial.
Sini Van Iterson es portadora de una historia estremecedora. Vino a la Argentina para hacer efectiva la donación de una caja de madera oscura con llaves enormes y oxidadas, que su familia guardó durante 70 años. Cada una de ellas representa una historia que no quiere olvidar. Pertenecen a judíos que los nazis enviaron a campos de concentración .
"Meses antes de la guerra, muchas familias judías de Alemania y Austria vinieron a Holanda, huyendo de la persecución. Cuando los alemanes tomaron Holanda, ya tenían todos los datos de cada uno de ellos. Al poco tiempo les avisaron que tenían que estar listos porque los iban a pasar a buscar, y que debían dejar las pertenencias a la policía. Pero como desconfiaban de ellos, preferían dejarles las llaves de sus casas a vecinos y amigos. Muchos de ellos se las dejaron a mi familia", cuenta. Ahora, esas llaves son un ícono de la memoria en el Centro Ana Frank, del barrio de Belgrano. Sini nunca conoció a la adolescente judía, pero de alguna manera se siente hermanada: leían los mismos libros de la época, y sufrieron con el mismo horror opresivo del nazismo.
La "blitzkrieg", la "guerra relámpago" ideada por el alto mando de Adolf Hitler le permitió conquistar Holanda en menos de una semana. " Tuvimos cuatro días de guerra, y después el país era de los alemanes ", dice Sini. Y recuerda: "Rápidamente averiguaron los datos de todos; con quién estabas casado, cuál era tu religión. Echaron a todos los profesores judíos de las universidades; racionaron los alimentos. Todo cambió".
A Sini la persiguen los detalles. "Los oficiales de la SS –dice casi susurrando, como si aún estuvieran cerca– tenían una calavera como distintivo en las gorras, terrible, terrible. Nosotros sabíamos que a los judíos los deportaban y los llevaban, pero lo hacían a la noche, cuando regía el toque de queda. Estaba bien pensado".
Su voz dulce contrasta con sus recuerdos: "Muchas veces, las familias judías que iban a ser apresadas dejaban a sus hijos pequeños, de 5 o 6 años, a una familia holandesa para salvarlos . Se les falsificaba los documentos y pasaban como hijos de holandeses. Una vez una mujer detectó que la identificación estaba mal, porque entre su hijo verdadero y el que le habían dejado sólo había 5 meses de diferencia en la edad. Estuvo con un temor enorme durante varios días, hasta que lo corrigieron. La gente trataba de hacer las cosas lo mejor posible, pero siempre había pequeños errores que podían ser fatales ".
Una tras otra, Sini desgrana historias estremecedoras. "Los dos últimos años de la guerra, cuando los alemanes no dejaban pasar nada de comida, empezó el infierno del hambre. No teníamos electricidad, no teníamos gas, no teníamos calefacción. Entonces yo me iba todos los fines de semana en bicicleta a la casa de un tío que vivía en un pueblito, a 70 km de Amsterdam. Como en el campo tenían más recursos para comer, me daban leche, harina y otras cosas. Nunca en mi vida me quisieron tanto en mi familia como en ese tiempo.
Cuando yo venía con las cosas todos me recibían con una alegría enorme ", dice riéndose. "Pero todo se terminaba rápido. El lunes a la noche no quedaba nada y había que esperar hasta el otro fin de semana para poder comer otra vez", relata y se queda en silencio.