La Voz Judía


La Voz Judía
Amarrado a su padre

La siguiente es una historia muy conmovedora acerca de un brillante estudiante de la Ieshivá del Gran Washington en Maryland, cuyo director es el rabino Zvi Teitelbaum.

Durante el verano de 2000, el joven Mordejai Kaler de 16 años se ofreció como voluntario para trabajar en el Hogar Hebreo para Ancianos del Gran Washington.
Una de sus responsabilidades era la de invitar a los residentes a asistir a los servicios diarios de la sinagoga en el primer piso. Algunos lo aceptaban y otros no, pero hasta los que se negaban lo veían con agrado.
Sin embargo, había un hombre en el segundo piso de modales desagradables y que incluso había insultado a otro voluntario cuando éste lo invitó a participar del minyian. Luego de ese episodio, el voluntario no quiso volver a intentarlo y entonces Mordejai asumió el desafío de hablar con el desagradable caballero.
Mordejai lo encontró sentado en una silla de ruedas en una sala llena de residentes. Luego de presentarse, Mordejai le dijo suvemente pero con firmeza: “Si Ud. no quiere sumarse al servicio, podemos respetar su decisión. Pero ¿porqué insultó al voluntario? El está aquí para colaborar y sólo estaba haciendo su trabajo.”
“Jovencito”, le respondió el hombre con dureza, “condúzcame hasta mi cuarto. Si Ud. quiere le contaré una historia”:
Cuando llegaron a la habitación y se quedaron solos, el hombre le contó una historia de horror, dolor y tristeza. El provenía de una familia religiosa destacada de Polonia, y al cumplir los 12 años fue forzado junto con su familia a ir a un campo de concentración nazi. Allí fue exterminada toda su familia excepto él y su padre.
En su misma barraca había un hombre que había conseguido ingresar ocultamente un tefilin shel rosh, el tefilin que se usa sobre la cabeza. Todos los días los prisioneros de las barracas trataban de buscar una oportunidad para ponérselo al menos por un momento, cuando los guardias no estaban cerca. Los hombres sabían que no habían cumplido con la mitzvá de ponerse los tefilin shel iad, los que se ponen en el brazo y la mano, pero su amor por las mitzvot los llevaba a hacer lo que les era posible.
El hombre prosiguió con su relato. “Pero para mi padre eso no era suficiente. Mi bar mitzvá se aproximaba y él quería que para ese día por lo menos yo usara un juego completo de tefilin. El había oido que en las barracas que estaban al final del camino un prisionero que había sido asesinado tenía un juego completo de filacterias.
“En la mañana de mi bar mitzvá, mi padre, corriendo un enorme riesgo, salió temprano hacia las demás barracas para conseguir los tefilin. Yo me quedé esperando al lado de la ventana con gran ansiedad. A la distancia pude verlo volver corriendo. A medida que se acercaba, pude ver que traía en sus manos algo envuelto.
“Al llegar a las barracas, un nazi saltó desde atrás de un árbol y le disparó y lo mató justo delante de mi vista! Cuando el nazi se fue, corrí hacia mi padre y tomé el paquete que contenía los tefilin que habían quedado tirados en el piso al lado de mi padre. Yo me las ingenié para ocultarlo”.
El anciano miró con odio a Mordejai y le dijo con vehemencia: “¿Cómo puede alguien rezarle a un D”s que mata al padre de un niño justo enfrente suyo? Yo no puedo”.
El hombre señaló hacia el mueble que estaba contra la pared y dijo: “Abra el primer cajón”. Mordejai le obedeció. En ese cajón vió un paquete que contenía unos viejos tefilin negros, ajados de tantos años de no haber sido usados.
“¡Tráigame el paquete!”, le ordenó en anciano. Mordejai así lo hizo.
El hombre lo abrió y sacó un viejo par de tefilin. “Esto es lo que mi padre estaba trayendo consigo en ese día fatídico. Yo los guardo para mostrarle a la gente cuál fue la razón por la cual murió mi padre: por unas sucias cajas negras y unas tiras de cuero. Esto fue lo último que me quedó de mi padre”.
Mordejai estaba atónito, no encontraba palabras para calmarlo. Solo sentía compasión por ese pobre hombre que había vivido toda su vida con odio, tristezas y amarguras. Finalmente pudo articular unas palabras: “Lo siento”, le dijo. “Yo no sabía”. Mordejai salió de la habitación y resolvió no volver a dirigirse nunca más a ese hombre. Al volver a su casa, no pudo comer ni dormir.
El volvió al hogar al día siguiente pero trató de evitar pasar por la habitación del hombre. Pocos días más tarde, mientras Mordejai ayudaba a los hombres que habían asistido a la sinagoga, uno de ellos le dijo “Tengo un yahrzeit hoy y necesito un Kadish, pero sólo hay nueve hombres. ¿Podrías conseguir uno más?”. Mordejai había intentado pedirle a otros hombres esa mañana pero sin éxito. Ellos estaban cansados o no tenían voluntad. Resistiéndose y dudando, subió las escaleras. El sabía que el hombre del segundo piso se iba a negar, pero no obstante decidió intentarlo.
“¿Es Ud. de nuevo?”, le preguntó el anciano.
“Siento tener que molestarlo”, le dijo Mordejai con suavidad, “pero hay un hombre en la sinagoga que necesita hacer un Kadish hoy. Lo necesitamos a Ud. para el minyián. ¿Le importaría venir conmigo sólo por esta vez?”.
El viejo lo miró de arriba abajo y le dijo, “Si yo voy esta vez, ¿entonces me va a dejar en paz?”. Mordejai no se esperaba esa respuesta. “Sí”, le dijo susurrando, “no voy a volver a molestarlo”. “Muy bien”, le dijo el hombre, “lléveme abajo y asegúrese que me ubiquen atrás de todo en la sinagoga así me puedo ir primero”. Así lo hizo Mordejai. “¿Puedo ayudarlo?”, le preguntó Mordejai al llegar, viendo que el anciano sacaba de la bolsa los tefilin. Lo ayudó y luego se fue para hacer otros trabajos.
Al terminar el servicio, Mordejai volvió a la sinagoga que estaba vacía. El único que quedaba era el anciano. Aún tenía puestos los tefilín y las lágrimas rodaban por sus mejillas. “¿Necesita un médico o una enfermera?”, le dijo. El hombre no respondió. En su lugar, siguió mirando los lazos de sus filacterias envolviendo su brazo izquierdo mientras que los acariciaba con la mano derecha y repetía una y otra vez: “Tatte, Tatte (Padre, Padre), qué bien me siento!”. El hombre miró a Mordejai y le dijo “Durante la última media hora me sentí tan conectado con mi Tatte. Siento como si él hubiera vuelto”. Mordejai llevó al hombre a su cuarto. “Por favor, vuelva mañana a buscarme”, le pidió el anciano. Desde ese día, todos los días Mordejai iba por él, lo llevaba a la sinagoga donde se sentaba en la parte trasera usando sus filacterias, sosteniendo un Sidur, absorto en sus pensamientos.
Una mañana, Mordejai subió al segundo piso, pero el hombre no estaba en su habitación. Su cama estaba vacía. Instintivamente, sintió un temor. Corrió hacia la sala de enfermeras donde le dijeron que la tarde anterior el anciano había sido llevado de urgencia al hospital, que había tenido un ataque cardíaco y que había fallecido.
Unos días más tarde, cuando Mordejai salía del hogar judío, una mujer se le acercó y le agradeció lo que había hecho por ella. “Disculpe”, le dijo, “¿yo la conozco?”.
“Yo soy la hija del hombre al que usted ayudó”, dijo la mujer con suavidad. “El era mi padre y usted hizo mucho por él. Hizo que sus últimos días fueran confortables. Cuando estaba en el hospital él me hizo llamar y me pidió que le lleve sus tefilin. El quería rezar una vez más con ellos. Yo lo ayudé a ponérselos en el hospital. Y después tuvo el ataque”.
El falleció usándolos.
Amarrado a su Padre…en los Cielos.

 

La tribuna Judía 32

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