Cuando Gabriel Siegel me trajo el manuscrito de este libro, y me pidió que escribiera el prólogo, yo pensé que iba a leer otra aburrida serie de partidas de ajedrez, totalmente incomprensibles para mí, y tal vez alguna reseña sobre la vida de mi padre. No pude haber estado más equivocada.
Nací en la segunda vida de Miguel Najdorf. Crecí escuchándolo hablar sobre su primera vida, cómo él decía, y se aclara en el acápite. Infinitas veces lo oí contar sus recuerdos, tanto en la intimidad familiar como frente a los periodistas. Además escribí su historia, así que conocía de sobra el contenido del manuscrito que Gabriel me acercó, y sin embargo desde el comienzo de la lectura quedé atrapada por el suspenso, como si ignorara los desenlaces. Pero precisamente porque no los ignoraba me pasó que al ir leyendo se fueron reactivando en mi memoria la voz ronca del Viejo con esa marcada entonación extranjera, junto a su imagen: repantigado en un sillón, narrando con gestos ampulosos las mismas anécdotas que ahora leía, y que en general él remataba con una carcajada.
Y no es que no haya encontrado en este texto las aburridas descripciones de partidas de ajedrez, pero eso no alcanzó para mermar el deleite de estar ante un buen libro, que a la vez traía de vuelta la presencia y la voz de mi papá.
Aunque lo más impactante que me ocurrió con esta novela fue que me permitió “verlo” en una dimensión vital y presente durante la época previa a mi nacimiento, como jamás lo había hecho antes. La contextualización histórica, las ambientaciones de las escenas, los diálogos, fueron abriéndome ventanas desde donde miré a mi padre cuando aún era Mikel, joven, con pelo, caminando por una Varsovia de antes de la guerra con el tablero bajo el brazo, veinte años antes de que yo lo conociera.
Milagro de la literatura que burla el espacio y el tiempo, y vuelve al ahora a este padre inmortal, que no sólo vivió las dos vidas que él declaraba, sino que a través de obras como esta, sigue viviendo 19 años después de haber muerto.
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