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Últimas palabras memorables
Por Julián Schvindlerman Escritor
En un capítulo de su delicioso libro La felicidad de los pececillos, Simon Leys reúne unas pocas frases finales de famosos personajes de la historia, ofreciendo un breve y divertido mosaico de la originalidad humana. Especial nota merece la acotación última de la condesa de Vercellis, de cuya muerte fue testigo Jean-Jacques Rousseau, quien relató: “Cuando dejó de hablar, ya en los estertores de la agonía, soltó una ruidosa ventosidad. Bueno -dijo volviéndose- mujer que se pede no está muerta. Éstas fueron sus últimas palabras”. O las de Pancho Villa que, ante la inminencia de su ejecución, suplicó a un periodista ¡Escriba usted que he dicho algo! Agrega Leys: “Pero éste, en lugar de inventar, como es su costumbre, se limitó a referir esta falta de inspiración en toda su desnudez. ¡Como para fiarse de los periodistas!”. Brendan Behan, despistado escritor irlandés y militante del IRA encarcelado por ocho años, le dijo a la monja que le refrescaba la frente en su lecho de muerte: Gracias, hermana, ojalá que sus hijos lleguen a obispos. El poeta chileno Vicente Huidobro fue menos amable con la pintora Henriette Petit, que lloraba a su lado: ¡Cara de poto!
A la recopilación de Leys podemos adicionar otras varias palabras finales simpáticas, ingenuas, sabias, contundentes, excéntricas e incluso graciosas. Todas ellas para el recuerdo.
El diseñador italiano Rodolfo Valentino sorprendió a los médicos que lo atendían: De verdad: ¿tengo pinta de marica? Richard Hilton, dueño de la cadena de hoteles Hilton, hasta su último aliento dio instrucciones a sus empleados: ¡Hay que meter la cortina de la ducha por dentro! Algunos lamentaron no haber podido completar sus misiones, como Marcelino Menéndez Pelayo -¡Qué pena morir, cuando me queda tanto por leer!- u Honoré de Balzac -Ocho horas con fiebre. ¡Me habría dado tiempo a escribir un libro!-. Otros se apenaron por lo que no hicieron - Hace mucho que no bebo champán (Antón Chejov)- o hicieron sin los resultados esperados - He arado en el mar (Simón Bolívar). Aún otros se contradijeron entre sí, por decirlo de algún modo: Más luz suspiró Goethe, mientras que Theodore Roosevelt pidió Apaguen la luz. Los hubo descuidados como el roquero Terry Kath, que dijo a su acompañante No te preocupes, no está cargada al apretar el gatillo de la pistola que apuntó contra su cabeza, y expeditivos como Thomas Mann: ¿Dónde están mis gafas?
Hubo quienes murieron como vivieron. Cobardemente, como el dictador libio Muammar Gadafi, gritando a la multitud que lo apresó en su escondite en Sirte ¡No me disparen! ¡No me disparen! Valientemente, como Iosef Trumpeldor, exclamando tras recibir el disparo que acabó con su vida en la fortaleza de Tel Jai No importa, es bueno morir por la patria. Y alegremente, como el bufón Francesillo de Zúñiga, quien consoló a su esposa así: No pasa nada, señora, absolutamente nada. Solo que acaban de matar a vuestro marido.
También quedaron para la posteridad las palabras finales dirigidas por los condenados a sus verdugos. Pardonnez-moi, Monsieur dijo con delicadeza María Antonieta al pisar por accidente el pie de su ejecutor, mientras que Ana Bolena, antes de ser decapitada, acotó No le dará ningún trabajo: tengo el cuello muy fino. El humorista y actor español fusilado en la Guerra Civil, Pedro Muñoz Seca, tomó su hora final con liviandad. Dijo a los soldados que le apuntaban: Me temo que ustedes no tienen intención de incluirme en su círculo de amistades. Cherokee Bill, legendario forajido del Salvaje Oeste, se disgustó cuando el ajusticiador le preguntó si quería decir algo al público congregado, antes de ser ahorcado: ¡Maldita sea, no! ¡He venido aquí a que me cuelguen, no a dar un discurso! El teólogo inglés Thomas More se mostró irónico al subir al cadalso: ¿Puede ayudarme a subir? Porque para bajar, ya sabré valérmelas por mí mismo. El emperador de México Maximiliano de Habsburgo largó una queja resignada cuando otro condenado al pelotón de fusilamiento le preguntó si conocía la señal de la ejecución: No sé, es la primera vez que me ejecutan.
Y para il gran finale, Karl Marx. Al preguntarle su amo de llaves por sus últimas palabras, respondió con impaciencia doctrinaria: ¡Vamos, fuera! ¡Las últimas palabras son para los idiotas que no han dicho lo suficiente!

Número 608
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