El teléfono sonó y los padres de la joven madre que vivía en Israel, le avisaron, que la Embajada de Israel en Argentina había sufrido un atentado. Les preguntó si algún conocido había resultado víctima del atentado y se sintió aliviada al escuchar la respuesta negativa. Encendió el televisor y vio las horrorosas imágenes, más tranquila, sabiendo que su tío, justo ese día, no había acudido a la embajada, que ahora era toda ruinas.
Mientras se duchaba, recordó a todos los que conocía de aquel lugar. Se envolvió con la toalla naranja, la de sus tiempos de estudiante, y una reminiscencia la llevó a recordar a Marcela, su compañera de cuarto en los dormitorios estudiantiles. Todavía guardaba una foto suya saliendo de la ducha envuelta en una toalla similar.
Se apresuró a vestirse para salir de paseo con su marido y su hija, recordó que hacía varios años Marcela había trabajado en la embajada. Se consoló pensando que desde ese entonces, su amiga ya habría cambiado muchas veces de trabajo, de hecho, la última vez se habían encontrado en Israel.
Sin embargo, se le fueron las ganas de salir de paseo. Fue su marido quien la incitó a salir de todas formas.
Al subir al coche, encendieron la radio, daban las noticias internacionales.
El locutor comentó que acababan de encontrar los restos de Marcela Droblas, luego de una dedicada búsqueda.
La joven rompió en llanto. Su pequeña hija de un año la miraba sonriendo, sin entender lo que ocurría. Su marido comprendió todo de inmediato. Ella le pidió que la llevase a la casa de un amigo en común que tenían con Marcela en aquella época. Él conocía bien a Marcela y podría compartir el mismo pesar junto a ella.
Al abrazarse con su amigo, ambos se sintieron transportados a aquellos pasillos largos de la Universidad e incluso sintieron la risa de Marce, verla comer las cáscaras de naranja que tanto le gustaban y recordar la noche de aquél cumple en el que le habían robado la torta de la heladera que compartían con los otros estudiantes.
Desde aquel día, ella comenzó a ver constantemente a su amiga Marcela riendo; se le aparecía tanto en sueños como durante el día y mantenían juntas largas conversaciones.
La gente le decía que todo era producto de su imaginación, pero ella insistía en que el encuentro era real.
Comenzó a escribir todo lo que su amiga le decía en aquellos encuentros. Luego los ilustró con fotos de su pasado en común y lo mandó a encuadernar.
Se comentaba a sus espaldas que estaba volviéndose loca. Nadie creía que fuera posible mantener conversaciones con el alma de una persona sin cuerpo.
Una mañana, ella soñó con un número de teléfono, discó casi segura de que era el de su antigua amiga Marcela y lo constató cuando la atendió su madre sorprendida. Aprovechó la oportunidad y fijó con ella un encuentro para darle todo lo que había escrito de parte de su hija.
Llegó el día acordado, y entretanto, excitada, subía a la casa de su querida amiga, puso en duda su propia cordura, todo le parecía surrealista, pero nuevamente la risa del alma de su amiga la incitó a tocar el timbre.
La madre la recibió con cierta alegría, hablaron largas horas sobre los años en los que habían sido estudiantes con Marce, sobre los años que las separaron luego…
Finalmente le entregó el pequeño cuaderno. La madre la abrazó mientras unas lágrimas silenciosas bañaban sus mejillas, la joven sintió deseos de llorar pero contuvo las lágrimas. Se despidieron con un beso cómplice.
Desde ese día Marcela no volvió a conversar con ella nunca más.
Ruth Beraja, Israel
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