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Sin límites en la violencia social
“No maquines ningún mal contra aquel que tiene confianza en ti. No litigues sin razón alguna contra el que no te ha hecho mal alguno. Nunca digas a tu amigo: “Vuelve mañana y te daré lo que pides”, si puedes dárselo hoy”. ( Talmud )

Susana Grimberg. Psicoanalista y escritora

Las imágenes de la feroz golpiza propinada por una adolescente de 16 años a otra de quince, filmada a través de un celular por uno de los amigos de las involucradas y por él mismo subida a las redes sociales, nos dejan sin palabras.
“Una pelea es como una picazón: cuando más uno se rasca, más pica”. (Dicho idish)

Tengo que insistir, como escribí en otras notas, que es por la caída de la función paterna en el orden de la cultura, que los hechos de violencia en la Argentina y en el resto del mundo, han ido en aumento. Pero ¿qué es un padre sino aquél que sabe transmitir su deseo de vivir? ¿Qué es un padre sino aquél que transmite el respeto a la vida propia y a la vida de los otros?
Si hay algo del orden de la función paterna, es la transmisión de valores. Y, cuando digo función paterna, incluyo también a la madre pues ella, conforme a su propia historia, por haber tenido un padre, puede y debe ejercer esa función. Esta función es la que pone en juego el No. El “No” como límite. Necesaria prohibición que impide cualquier acto que conlleve la destrucción del otro. Es a partir del “No” que puede sostenerse el “Amarás a tu prójimo”, fundamento esencial a toda cultura.
Se habrán dado cuenta que no escribí “como a ti mismo”, pues poco podemos decir sobre cuánto puede amarse una persona a sí misma.

Sigmund Freud, en “El malestar en la cultura”, nos plantea que uno de los reclamos ideales de la sociedad: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”; no deja de despertar, un sentimiento de asombro y extrañeza. ¿Por qué hacer eso? ¿De qué valdría? ¿Cómo llevarlo a cabo?
El amor es algo valioso y no se puede desperdiciar sin pedir cuentas. El sujeto humano piensa que si ama a otro, él debe merecerlo de alguna manera. Y lo merece sí, en aspectos importantes, se le parece tanto que puede amarse a sí mismo en él. De no ser así, no es sólo que ese extraño es indigno del amor por él, sino que se hace más acreedor de la hostilidad, del odio.
Este proceder es el que muchos pudieron ver, cuando, la televisión mostró la violencia ejercida por una adolescente sobre la otra muchacha. El goce de golpearla hasta verla caer desvanecida, goce alentado por los amigos, recuerda a las patotas que mientras, turnándose uno a uno, violan a una mujer.
Freud, da un ejemplo muy interesante al recordar lo acontecido en el Parlamento francés cuando se trataba la pena de muerte: “Un orador acababa de abogar apasionadamente en favor de su abolición. Una tormenta de aplausos apoyó su discurso, hasta que desde la sala una voz prorrumpió en estas palabras: “Que messieurs les assassins commencent!”.

La patota
La patota, película de Daniel Tinayre (1960), que anticipa los hechos de violencia de nuestros tiempos, narra la historia de una profesora de filosofía, atrozmente violada por sus alumnos de la escuela nocturna. Hoy, las patotas las arman los mismos compañeros con la intención de violentar, humillar, agredir, incluso violar a una compañera multiplicando la violencia en las escuela, ocultada, negada y silenciada durante años.

Comprobamos, día a día, que el ser humano no es un ser manso, amable que, a lo sumo, es capaz de defenderse si lo atacan, sino que le atribuye a su dotación pulsional una buena cuota de agresividad. Freud, dice claramente que el prójimo no es sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, martirizarlo y asesinarlo. ¿Quién, en vista de las experiencias de la vida y de la historia, se pregunta Freud, osaría poner en entredicho tal apotegma? Bajo circunstancias propicias, cuando están ausentes las fuerzas anímicas contrarias que suelen inhibirla, desenmascara a los seres humanos como bestias salvajes que ni siquiera respetan a los miembros de su propia especie. Quien evoque los horrores de la última Guerra Mundial, no podrá menos que inclinarse, desanimado, ante la verdad objetiva de esta concepción.
La existencia de esta inclinación agresiva, inherente a la hostilidad primaria y recíproca de los seres humanos, la sociedad se encuentra bajo una permanente amenaza de disolución, dice Freud.

La urgencia del “No”
Dije en otras oportunidades que la mejor manera de limitar a un hijo, es no ponerle límites. Los padres han confundido autoridad con autoritarismo. Los padres, por rehusarse a reprimir, por asociarlo a una acción propia de la dictadura militar aún cuando sería necesario hacerlo, están mal-educando a los hijos de modo tal que los han formado como dictadores. Incluso, por temor a caer en lo autoritario, los padres se han puesto de rodillas frente a los hijos. Esa actitud, conduce, inevitablemente a la violencia. Una violencia que excede la agresividad constitutiva del sujeto.
Freud nos enseña que al comienzo de la vida, el odio (la más antigua de las pasiones humanas), es previo al amor. Este odio, indisociable del miedo, es esencialmente, también un miedo de sí. Miedo y odio comparten la misma raíz, y se arraigan en la fragilidad e indefensión del individuo. Esta incapacidad de elaborar este miedo y este odio respecto de sí mismo hace que se los proyecte afuera. Es más, Freud dice que lo odiado coincide con el mundo exterior porque suelen compartir lo displacentero. Por este mecanismo surge una configuración de la realidad muy particular: el mal está afuera, en el otro, siendo por esto que puede adjudicarse al otro el estado de desorden, de confusión, de desasosiego que el mismo sujeto puede sentir.
Entonces, en el sujeto humano existe desde que nace un lugar para el mal, está allí, en él, y no afuera. Mal contra nosotros mismos y contra el otro. El primero puede conducir al suicidio, que es un crimen contra sí mismo y el segundo al homicidio. El mal que nos habita no lo podemos erradicar, solamente podemos apaciguarlo, tranquilizarlo.
El ser humano convive con el mal, pertenece a su naturaleza. Sin embargo, se pueden encontrar formas más armoniosas de vivir con él. Una enorme virulencia nos habita, y es necesario regularla. Cuando la libido se concentra en este punto de odio, el sujeto busca un chivo expiatorio: el otro, que es diferente de mí, que no me permite desarrollarme.
La violencia es hoy un componente cotidiano en nuestras vidas y sucede en todos los niveles sociales, económicos y culturales. Los padres, deben poder decir No al hijo cuando este se excede o pone en riesgo su vida pero, también, deben tener presente que lo más importante es educar con el ejemplo.
Quiero concluir con las palabras de Albert Einstein: "Dar el ejemplo no es la principal manera de influir sobre los demás; es la única manera"

Número 539
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