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Periódico Judío Independiente
¿ Cómo sigue la lucha contra Al Qaeda ?
Las incomodas alianzas de Estados Unidos

Por Alejandro Wenger / Comunidades
La guerra que el imperialismo islámico desató contra Occidente a comienzos de los años ’90, iniciada imperceptiblemente en Buenos Aires en 1992, y que llegara a su punto culminante una década atrás, con el cinematográfico y espectacular ataque contra Washington y Nueva York, parece estar llegando a su agotamiento. No por el resultado de espectaculares campañas militares ni sonados episodios de armas, sino más bien por el cambio de la coyuntura histórica del Medio Oriente en particular y del mundo en general. Hace veinte años, aún resonaban los ecos del fin de la Guerra Fría ; los combatientes islámicos que enfrentaron al Imperio Soviético en Afganistán tal vez hayan creído que la hora de imponer el califato mundial había llegado. El surgimiento de la organización terrorista Al Qaeda fue el fruto de su época y su tiempo.
Un tiempo que ya pasó.
“Operación Jerónimo”, o la extraña muerte de Bin Laden.
Aunque es lógico que el gobierno norteamericano busque ocultar los detalles tácticos del operativo que terminó con la vida del terrorista más buscado del planeta (cuyo nombre clave era, precisamente, Jerónimo), los pormenores revelados no dejan más que dudas para un observador cuidadoso.
Si consideramos que el cuartel militar pakistaní próximo a la mansión-búnker de Abottabad, en la que Osama Bin Laden vivía oculto desde hacía años, albergaba tropas potencialmente hostiles a las tropas estadounidenses, entonces la escena que uno imagina a los comandos norteamericanos llegando furtivamente a Abottabad, probablemente por tierra y vestidos de civil –nada de uniformes delatores- con armas ocultas entre las ropas; luego, ingresando rápida y calladamente al complejo, disparando con armas silenciadas contra casi cualquiera individuo que se les ponga delante. El cuadro es acelerado y nervioso: no hay tiempo para ser selectivos ni cuidadosos. La exfiltración es, ahora sí, en helicópteros –casi seguramente pintados con los colores e insignias de las fuerza armadas pakistaníes-. En total, el operativo sólo dura unos pocos minutos –los indispensables- y permite tan sólo retirar el cuerpo sin vida de Bin Laden para estar seguros de que de él se trata.
Pero sin embargo, la narrativa de Washington es bastante diferente. Se dice que la duración fue de cuarenta minutos en el terreno (es decir, sin contar la aproximación al blanco ni la posterior fuga), con lo cual debemos pensar en una escena lenta, casi parsimoniosa, en la cual los comandos americanos se apoderan del lugar, y eligen cuidadosamente a quién matar. Por un lado, es difícil creer que algo así pudiese ser ejecutado sin contar, por lo menos, con algún grado de consentimiento de parte de las fuerzas pakistaníes, una de cuyas bases se encuentra a pocos cientos de metros del lugar; de no ser así, el operativo era decididamente temerario: la muerte era lo mejor que podía esperarles a los comandos si llegaban a fracasar. Pero también cuesta imaginar a los norteamericanos compartiendo el secreto con las autoridades pakistaníes, que se han mostrado siempre tan ambiguas y poco confiables a la hora de enfrentar al terrorismo.
La mano de David Petraeus, general al mando de los frentes afganos e iraquí, parece entreverse en los detalles. Se sabe que como jefe de operaciones en Irak, era muy hábil urdiendo planes para desbaratar a los terroristas, y, en última instancia, derrotarlos. La inflexión que se produjo en la Guerra de Irak, a partir de su nombramiento, se atribuye en gran medida a su astucia y tenacidad. Resulta llamativo que, apenas pocos días antes de la muerte de Bin Laden, tuvo lugar una gran fuga de presos talibanes de una cárcel afgana ¿Fue acaso ese el precio pagado por su cabeza?
Junto con Bin Laden, han caído muchos mitos creados en la última década. No estaba enfermo, como se decía, ni tampoco necesitaba tratamiento de diálisis. Por el contrario, el líder de Al Qaeda estaba sano como un roble. La organización, por su parte, no funcionó como una franquicia terrorista desde un comienzo (esa fue más bien su evolución tardía), sino como un organismo piramidal fuertemente centralizado. Y el propio Bin Laden tampoco vivía incomunicado del mundo de exterior.
La que sí quedó confirmada es la complicidad de los servicios de inteligencia y seguridad pakistaníes –conocidos como ISI- de los que se sospechaba largamente de ser conniventes con Al Qaeda. En efecto: el gobierno de Islamabad quedó doblemente descolocado. Por un lado, la operación militar norteamericana es una flagrante violación a la soberanía pakistaní que lo deja en ridículo frente a su propio pueblo (más aún ante a los sectores islámicos integristas). Pero por el otro, se encontró ante la incómoda situación de verse convertido el anfitrión encubierto del enemigo público número uno de los Estados Unidos (así como de España, de Gran Bretaña, Arabia Saudita, Kenya, Bali, y de una larga lista de países).
Consecuencias
Mucho se ha dicho acerca de las posibles represalias de Al Qaeda como respuesta a la ejecución de su líder. Obviamente, está dentro de las posibilidades. Sin embargo, hoy por hoy es más probable que los segundos de Bin Laden están más ocupados en escapar y salvar su propio trasero que preparar nuevos atentados. La nebulosa que rodeó el operativo no hace más que sembrar dudas. ¿Qué pasaría si el ISI hubiese sido infiltrado? ¿Y si los aliados talibanes hubiesen sido cooptados o sobornados por Petraeus? Más aún: al menos un testigo refirió haber visto como Bin Laden era capturado con vida por los estadounidenses. Esto abre la ominosa posibilidad de que el líder de Al Qaeda haya sido interrogado antes de morir (algo que Washington jamás daría a conocer…) De hecho, apenas cinco días después del operativo de Abottabad, quince oficiales de Al Qaeda fueron ultimados en un ataque americano.
Por más que Pakistán se muestre ofendido por la acción americana, el costo que deberá pagar por haber albergado a Bin Laden será mayor. Hace mucho que el régimen de Islamabad es un aliado incómodo para Washington: demasiados nexos con el terrorismo islámico, demasiados nexos con China, demasiados problemas con Nueva Delhi. Está claro que los Estados Unidos han encontrado una buena excusa para distanciarse de Pakistán y reforzar su viraje político en dirección a la India, enfrentada con el Islam tanto como con Pekín. El único escollo es geográfico: las fuerzas norteamericanas precisan un corredor aéreo sobre Pakistán para llegar a Afganistán.
La pregunta es: por cuánto tiempo. Se sabe que hay contactos entre oficiales norteamericanos y talibanes afganos desde hace por lo menos seis meses. Los talibanes están agotados luego de años de guerra estéril y en el último año no han hecho más que cosechar derrotas; las bajas aumentan y las deserciones se propagan. ¿Y si alianza con Al Qaeda se terminara? La NATO y Norteamérica levantarían campamento y Afganistán volvería a ser lo que era: un estado fallido. Al menos, los talibanes podrían conservar su predominio en la zona sur del país, cercana a Pakistán. Bin Laden era un escollo; su emblemática muerte le permite a Washington cantar victoria. Y también le permite mandarse mudar, poniendo fin a una guerra larga y costosa. Justamente ahora, en momentos en que los norteamericanos piden a gritos una baja en el indomable déficit fiscal.
El presidente Obama declaró que, tras la muerte de Bin Laden, el mundo es un lugar “más seguro”. Los críticos de la operación no opinan lo mismo: la posibilidad de la revancha está latente, aunque no sea inmediata. Pero si no es más seguro, es, por lo menos, más justo.


Número 501
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