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Agua por Paz
Por Julián Schvindlerman
Por Julián Schvindlerman
Colaborador de Comunidades

Entre 1789 y 1884, Perú y Bolivia se enfrentaron en el campo de batalla con Chile en la llamada Guerra del Pacífico. Como consecuencia de ese episodio bélico, Lima y La Paz perdieron su territorio costero sur y su salida al mar, respectivamente. Ciento veintitrés años después, los roces entres estas naciones continúan.

En la más reciente instancia, acaecida a mediados de agosto, el gobierno peruano publicó una nueva cartografía en la que se adjudicó 35.000 kilómetros cuadrados del Océano Pacífico que están bajo la soberanía chilena, conforme a la opinión de Santiago. El incidente causó una álgida reacción diplomática chilena. El gobierno de Michelle Bachelet hizo saber su “más formal protesta”, rechazó el mapa armado por Lima, y convocó en “consulta indefinida” a su embajador en Perú. La cancillería tildó de “agresiva” la actitud de su vecino del norte, en tanto que el jefe de la diplomacia Alejandro Foxley advirtió que su país está preparado “para cualquier escenario” indicando que Chile está bien capacitado “para enfrentar esta situación o cualquier otra”. Los parlamentarios elevaron aún más el nivel de la retórica condenatoria de la actitud peruana, definiéndola como “una abierta provocación” (Patricio Walker, presidente de la Cámara de Diputados), “un hecho extraordinariamente grave” (Jorge Tarud, presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara de Diputados), “una virtual declaración de guerra” (senador Sergio Romero), y “una provocación de insospechadas consecuencias” (senador Juan Antonio Coloma). Dado este clima político, la aseveración del subsecretario de relaciones exteriores Alberto Van Klaveren en el sentido de que Chile ve con “seria preocupación” la movida peruana, pareció sintetizarlo todo.

Dada la gravedad de los acontecimientos, es llamativo que no se haya convocado aún a las Naciones Unidas, cuya experiencia en el manejo de otras disputas territoriales de alta conflictividad, podría ser puesta al servicio de la resolución de esta contienda singular. Su Consejo de Seguridad, por caso, podría adoptar una resolución bajo la consigna de “Agua por Paz” que instara a las partes ha realizar concesiones de soberanía marítima en aras del bien común. Ambas naciones tendrían la ocasión de probar ante propios y ajenos su vocación pacifista y abandonar toscos reclamos nacionalistas que solo contribuyen a exacerbar una atmósfera ya de por sí muy exaltada. Los versados funcionarios de la ONU podrían dar clases maestras a los chilenos y peruanos referentes a la necesidad de resolver esta crisis tan absolutamente crucial para la paz latinoamericana, y advertir -en los términos contundentes que la gravedad de la situación requiere- que la perpetuación temporal de sus posturas intransigentes solo fomentarán mayor desesperanza popular que derivará en más extremismo regional. El secretario-general bien haría en designar un enviado especial dotado de un mandato robusto para persuadir a las partes litigantes del cese de las hostilidades verbales. Diplomáticos europeos sin demora deberían ya estar organizando la próxima Conferencia Internacional para la Paz en Latinoamérica a la que Chile y Perú serían instados a asistir so pena de recibir sanciones comerciales. Los siempre activos gremios británicos podrían contribuir al mantenimiento de la paz peruano-chilena lanzando campañas de boicots contra aquel país que persistiera en su nacionalismo recalcitrante, en tanto que las universidades norteamericanas podrían promover iniciativas de desprendimiento económico para motivar a las partes a reconsiderar sus nociones de patriotismo. Asimismo, la prensa internacional no debería dejar de utilizar esta excelente oportunidad para alertar a la opinión pública mundial acerca del peligroso sentimentalismo que aún subsiste en ciertos pueblos amantes del expansionismo territorial y excesivamente apegados a su pasado. Esto es lo menos que los pueblos del mundo libre deben hacer por la paz.

Del otro lado del Océano Atlántico, existe un pequeño país cuya existencia -en su totalidad, no solo una parte de ella- no figura en casi ninguna de las cartografías de sus vecinos. En esos mapas, sus fronteras son borradas y toda su área geográfica -a grandes rasgos del mismo tamaño del área disputada entre chilenos y peruanos- queda desaparecida en los mapas oficiales, educativos, mediáticos, y populares de la región. No se trata de forzar en estas líneas un enfoque comparativo ni precipitarse a conclusiones demasiado obvias o demasiado triviales, quizás. Simplemente, no podemos evitar ceder ante la tentación del sarcasmo crítico a propósito de una situación que, con todo lo seria que ella indudablemente es, no deja de echar luz sobre la brecha existente entre la prédica moralista a la que las naciones suelen someter a ese país invisible en las cartografías del Medio Oriente y la propia conducta ante situaciones semi-similares aunque infinitamente menos amenazantes. Deseamos una pronta y pacífica resolución de esta disputa a nuestros hermanos latinoamericanos, y esperamos que este incidente diplomático sirva para sensibilizar a protagonistas y testigos por igual respecto de las realidades que otras naciones, en otras regiones, cotidianamente deben enfrentar.


Número 423
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