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Periódico Judío Independiente
Las elecciones en EE. UU. y sus consecuencias.
God bless America (*)

Por Alejandro Wenger
Introducción:

La jornada del 2-11 era emblemática los demócratas. En otro 2-11, pero de 1976, Jimmy Carter había derrotado al entonces presidente Gerald Ford, que se postulaba a la reelección por el Partido Republicano. Pero esta vez, los resultados fueron distintos. El presidente George W. Bush se alzó con la victoria tras recibir el respaldo de casi 60 millones de norteamericanos, que lo convirtieron así en el candidato más votado de la historia de su país. Si bien el margen por el que se impuso no fue extraordinario (alrededor del 3%), tampoco hubo finales tormentosos ni batallas jurídicas, como profetizaban los agoreros de siempre. Lo que sí hubo fue un triunfo respetable de un hombre denostado, agredido y calumniado sin piedad por cuanto intelectual hubiese en el mundo con posibilidad de acceder a algún medio, y que, por toda respuesta, sólo se mantuvo fiel a sus convicciones. Tan sólo eso. Una decencia intolerable en un político.


Del Capitolio al Medio Oriente:

Un hecho que no fue aún destacado debidamente en los medios argentinos es que el triunfo republicano fue total. El partido oficialista logró ampliar su predominio en el Congreso, asegurando un firme control bicameral, una ventaja de la que no gozaron ni Ronald Reagan ni Bill Clinton. Incluso el senador Tom Daschle, líder demócrata de la Cámara Alta y duro opositor a Bush (mucho más que John Kerry), fue despedido de su banca. Este fenómeno –tal vez el resultado final de la Revolución Conservadora iniciada por Reagan en 1980- tendrá efectos de largo alcance que aún no han sido evaluados. Entre ellos, la elección del reemplazante de Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal, que dejará su cargo en enero de 2006, y la de al menos un juez de la Corte Suprema. También significará que el Presidente no se verá obligado a negociar complicados acuerdos bipartidarios para, por ejemplo, reducir el enorme déficit fiscal, o reformar el costoso e ineficiente sistema de salud, dejándole las manos libres para resolver otros temas espinosos.

En general, el triunfo de Bush no fue bienvenido en las principales capitales europeas (a excepción de Moscú, cuyo gobierno estableció una curiosa empatía con Washington). En particular, los gobiernos de Francia, España y Alemania se encontraron con la incómoda realidad de tener que volver a tratar con el mismo hombre al que habían desairado, sólo que ahora legitimado en las urnas. En Madrid, la voz del Partido Popular –el de José Aznar- no tardó en hacerse oír: “España deberá ahora pagar por las torpezas de Rodríguez Zapatero”, dijo uno de sus voceros. Incluso en Gran Bretaña, Tony Blair hubiera preferido a Kerry en la Casa Blanca, hecho que le hubiera permitido deshacerse de su incómodo aliado transatlántico. Tampoco debe haberse sentido feliz Kofi Annan, Secretario General de las Naciones Unidas, salpicado por el colosal escándalo de corrupción originado en el programa “Petróleo por Alimentos”, patrocinado en su momento por la UN para “aliviar al pueblo iraquí de los efectos del embargo”.

Otros sorprendidos por el fracaso electoral del candidato demócrata fueron los árabes, que salvo el rey Abdullah de Jordania y el presidente Alawi de Irak estaban convencidos del triunfo de Kerry. Hosni Mubarak, presidente egipcio, llegó a tener una contactarse con los asesores de Kerry para informarlos acerca de sus conversaciones con Yasser Arafat, internado por entonces en un hospital francés. Tanto él, como su colega sirio Bashar el Assad y la mayoría de los líderes de la Autoridad Nacional Palestina (incluyendo a Arafat), quedaron sumamente contrariados por el éxito de Bush. Ellos esperaban que el pueblo norteamericano le diera la espalda a la política antiterrorista decidida de su presidente. Además, uno de los candidatos más para ocupar el Departamento de Estado en el equipo de Kerry era Joseph Biden, senador por Carolina del Norte, decidido opositor a Sharon.

No cabe duda que el senador Kerry no alberga posiciones personales aniisraelíes, pero por las características de su entorno resultaba muy improbable que, de haber triunfado, hubiera reanudado las presiones selectivas propias de la era Clinton. El hecho de que el eje de su política fuera la búsqueda de apoyo europeo para la reconstrucción de Irak, no hacía presagiar nada mejor. En cambio, sólo hubo dos países en los que la gente se expresó, a través de encuestas, su apoyo franco al presidente Bush: Corea del Sur e Israel. “Es el mejor amigo que jamás haya tenido Israel en la Casa Blanca”, dijo de él, en cierta ocasión, el Primer Ministro Ariel Sharon.


Conclusión:

Las amistades y los sentimientos personales raramente definen la política de un país. De Gaulle solía decir que las personas tienen amigos, pero las naciones no. Sólo tienen intereses, que a veces convergen y a veces no. Sin embargo, la visión que se tiene del mundo sí puede definir los intereses, y estos a su vez las políticas.

El pueblo norteamericano, golpeado con crudeza por el mundo musulmán y sus asesinatos terroristas, debió optar entre la visión del mundo de un intelectual bostoniano y la de un cowboy de Texas. La Verdad no siempre tiene un rostro bello: prefirireron al cowboy. En lugar de esconderse tras una política fácil de apaciguamiento cobarde –al estilo Chambrelain o Rodríguez Zapatero-, optaron por el esfuerzo y la lucha.

Y esa es parte de su grandeza.

(*): “D’s bendiga América”, expresión popular norteamericana

Noviembre de 2004
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