"Tan solo pronuncie la palabra ´Arte´ y todo está O.K."
--George Orwell
Al poco tiempo de que el embajador israelí en Suecia vandalizara una obra de arte exhibida en el Museo de Antigüedades Nacionales en Estocolmo el pasado mes de enero, autoridades israelíes anunciaron el otorgamiento del Premio Israel -la más importante distinción artística del país- al escultor políticamente radical Yigal Tumarkin. Ambos episodios desataron una polémica en Israel e invitan a una reflexión sobre la delicada relación entre el arte, la política y la moral.
La obra expuesta por una pareja sueco/israelí en Estocolmo, "Blancanieves y la locura de la verdad", consistía de un barquillo que contenía una foto de una sonriente terrorista suicida palestina navegando sobre una pileta de agua roja. Había pósters en las paredes explicando el acto terrorista sobre la base de la desesperación personal. El diplomático israelí de visita en la exposición físicamente atacó la obra de arte, provocando condenas en ciertos ámbitos y aplausos en otros.
Por extraño que parezca, uno podría defender la gesta del embajador al aducir que vandalizar esta obra fue una forma de arte político. Aunque yo no iría tan lejos, encuentro educativo recordar una instancia en la que hubo quienes en el mundo cultural defendieron el acto de dañar una obra de arte como un logro artístico noble. En 1974, un grupo de artistas unidos bajo el increíble nombre de "Grupo de Acción Arte Guerrillero" apoyó a Tony Shafrazi, un joven artista que había pintarrajeado con spray el "Guernica" de Pablo Picasso, diciendo que él estaba completando el trabajo. La idea de la creación artística por medio de la destrucción artística había sido vista con anterioridad cuando Marcel Duchamp pintó un bigote y una barba sobre el rostro de una réplica de la Mona Lisa. Y no podemos olvidar la insólita caracterización del compositor alemán Karlheinz Stockhausen de que el derrumbe del World Trade Center el 11 de septiembre de 2001 fue "la más grande obra de arte de todos los tie
A través de estos ejemplos, cuyos dos primeros he tomado del comentarista israelí Calev Ben-David, podríamos ver la reacción del diplomático ante "Blancanieves" como una manifestación avant-garde de la variedad "anti-arte". Por supuesto, sabemos que ese no es el caso. Más que una dadaísta librado en un viaje de expresión artística, el embajador israelí estaba protestando -de manera muy poco diplomática pero mediática- la celebración del terror anti-israelí por parte de Suecia y por extensión Europa.
Ahora pasemos a Tumarkin, la estrella israelí que, al recibir las noticias sobre el premio, dijo: "quiero ser juzgado por mi arte y por lo que he contribuido a este país miserable". Para comprender esta aseveración, uno debe conocer un poco la controversia que este artista ha generado en el pasado.
Tumarkin afirmó cierta vez que al ver a los judíos ultra-ortodoxos de Jerusalém, podía entender a los nazis. Públicamente deseó haber ametrallado a los políticos derechistas Rafael Eitan y Rehavam Ze´evi (éste último sería asesinado a tiros por terroristas palestinos años más tarde). Tumarkin insultó a inmigrantes judíos provenientes de países árabes cuando dijo que estaban saturando al país "con muchos niños pobres". Y ha shoqueado a sus compatriotas al regresar a su Alemania natal a principios de la década del cincuenta, cuando este tipo de cosa era un gran tabú en un país con tantos sobrevivientes del Holocausto.
Todo esto tiene que ver con su cosmovisión política personal, la que, hemos de admitir, no importa cuan extrema, no debiera eclipsar el reconocimiento a su contribución artística a la nación. El hombre y su obra: ¿pueden ser separados? Incluso si se pudiera, ¿cómo puede uno no considerar profundamente ofensiva su creación de un cerdo con filacterias?
En tanto que el significado y la interpretación del arte es siempre subjetivo y usualmente inescrutable, mensajes políticos descarnados no pasan desapercibidos, y este "arte" puede ser visto como propaganda disfrazada de arte. Tal como el crítico Roger Kimball escribió en el Wall Street Journal: "Ellos se aferran al prestigio del arte para salirse con la suya. Critique la insipidez estética, y recibirá una disertación sobre como la obra trasciende las categorías artísticas tradicionales para interrogar las estructuras políticas opresivas del status quo, blah, blah, blah. Critique la cuestión política imbécil, y recibirá un sermón respecto de no reducir obras de arte a un set simplista de declaraciones objetivas".
Honrar a Tumarkin, un hombre tan divisivo y controvertido, es un ejemplo de la inexplicable tendencia hacia la auto-flagelación tan esparcida en los círculos de elite israelíes. Pero al menos es un tema interno y como tal permanece limitado. Contrariamente, el affair sueco es un asunto internacional por definición que alerta sobre una preocupante tendencia de romantización de la violencia palestina en vastos segmentos del establishment cultural europeo y la opinión pública general.
Allí, la glorificación del terror es denominada "la locura de la verdad". Yo la llamaría el apogeo de la infamia.
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