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23-04-2017

Eugenia Unger: qué sentidos tiene sobrevivir a los nazis

A los 91 años repasa olores, sonidos, tactos, sabores e imágenes de los lugares en los que fue una prisionera.

Una sensación

Al llegar al campo de concentración de Ravensbrück todavía la nieve se deshacía. Apenas salimos de los vagones nos acostamos ahí, sucios y cansados. Me acuerdo de esa sensación en el cuerpo: la nieve refrescante.

Eugenia Rotsztejn de Unger tiene 91 años, vive en Buenos Aires y dice que si hubiese sabido lo que le esperaba, se habría suicidado.

Antes de la Segunda Guerra Mundial tenía padre, madre y tres hermanos. Para 1945 ya había perdido a toda su familia en los campos de exterminio nazis. Ella sobrevivió al Holocausto, deambuló 3 años como refugiada y finalmente emigró a la Argentina para comenzar una nueva vida a la que tuvo que buscarle sentidos.

Nacida en 1926 en una familia judía, “Genia” (así la apodan) quedó atrapada en el gueto de Varsovia a los 14 años, apenas la invasión nazi tomó Polonia. La hija del dueño del matadero más importante de la capital pasó a ser un número: 48.914. ​Estuvo en los campos de concentración polacos de Majdanek y Auschwitz, y Ravensbrück, Retzow y Malchow en Alemania.

─Es un recuerdo que tengo que contar, para que todo eso no se repita ─le dice Eugenia a Clarín para conmemorar hoy, 27 de Nisán de 5777 en el calendario hebreo, Yom HaShoah: el día del recuerdo del Holocausto en el Estado de Israel.

Un sonido

Se me vienen varios sonidos. Los trenes. Las ametralladoras. Las sirenas: ¡qué miedo me daban las sirenas! Y las bombas, claro.

El gueto de Varsovia fue el asentamiento judío más grande durante el nazismo y ofreció la mayor resistencia. Duró desde octubre de 1940 hasta abril de 1943 y tuvo unas 400.000 víctimas.

─¿Qué recordás de aquella cotidianidad en el gueto?

─A la mañana nos metíamos debajo de la tierra, en los búnkeres. Venía Klostermeier, un nazi, y no se iba sin matar a dos o tres personas. Al principio metieron en el gueto gente desnuda y los tapaban con un trapo. Y de repente había montones de muertos en la calle. Fue un shock tremendo, pero después nos fuimos acostumbrando y empezó la resistencia.



─¿Cómo conseguían la comida?

─Te daban 15 gramos de azúcar y un pedacito de pan. No había luz, no había panaderías, bombardeaban noche y día, se caían las casas... Teníamos que organizar [palabra que usaban para no decir “robar”] las cosas e intercambiarlas. Había contrabando. Los polacos te esperaban para darte comida a cambio de joyas, pieles. Se cocinaba en ollas grandes, entonces cada uno traía lo que tenía y con eso armábamos una comida.

─¿Cómo dormían?

─Eran cuchetas y nos escondíamos. Yo me ponía solamente una blusita, poca ropa, para ocupar poco lugar y consumir poco oxígeno. El peor recuerdo es de nuestro búnker: había una señora que no podía tener hijos y justo quedó embarazada. Tuvo a su hijo en el gueto. Un día de repente se escucharon ruidos y decían que venían los nazis y el nene empezó a llorar. Ella puso una almohadita para callarlo y lo terminó ahogando (Nota: esto aparece en una escena de la película La lista de Shindler, de Steven Spielberg, quien usó el testimonio de Eugenia para su película)

─¿Te acordás de algún sueño en esas noches?



─Que me venían a buscar para matarme. Pero la verdad, ahí era una pesadilla estar vivo.

Una imagen

Hay 2 cosas que vi y no se me borran. Una es cuando los nazis tiraban chicos al aire y se peleaban para ver quién les pegaba un tiro. Y la otra es de cuando terminó la guerra. Entré en un colegio y bajé unas escaleras. En una habitación había un cordón y colgaban chicos. Cada uno de un color: azul, verde… Parecían gallinas, colgados del cuellito.

El primer campo de concentración al que la llevaron fue Majdanek, en la ciudad polaca de Lublin, cerca de Ucrania. De los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial, este tiene una particularidad: hoy hoy se conserva como en aquella época, ya que el régimen nazi no llegó a destruirlo.

─¿Cómo fue el traslado?

─Traumático. Nos descubrió un nazi cuando estábamos 14 escondidos en un horno de pan. La entrada era muy pequeña y entramos todos, uno encima del otro. El gueto era pura ruinas y ya nos estaban por trasladar. No sé cómo nos encontraron. Desde ahí era una cuadra y media hasta la plaza a la que nos llevaron. Nos juntaron y nos metieron en un tren. Ahí me encontré con un nene que no me lo olvido más.



─Estuve 3 meses. Era un lugar muy incómodo. Estábamos muy apretados. Nos dieron unas cuchas, unas camas marineras y dormíamos todos bastante amontonados. Había una polaca que usaba siempre moño negro, me acuerdo. Pedía que saliéramos para contarnos a la mañana. Después traía una marmita con agua de manzanilla, para darnos el desayuno, que era horrible.

Un olor

El olor más asqueroso que sentí en mi vida fue en Auschwitz, cuando iba a trabajar a Birkenau. Carne humana quemada. Nunca se me fue de las fosas nasales.

De Majdanek pasó al complejo de Auschwitz, integrado por más de 40 campos: el mayor centro de exterminio nazi y el más conocido.



──¿Qué recordás de Auschwitz?

─De la entrada, con el famoso cartel "Arbeit Macht Frei" (“El trabajo libera”). Por ahí pasaba el tren y se hacían las selecciones. A los meses pensábamos que nos iban a llevar a las cámaras de gas pero nos llevaban a Birkenau [el campo de trabajo forzoso] porque necesitaban mano de obra. Los trenes estaban repletos. Hacía un calor impresionante en verano y un frío tremendo para trabajar en invierno. No nos daban agua, no nos daban comida. La gente se volvía loca. No me acuerdo cuánto tiempo viajamos. Algunos se morían en el camino, ¡se cortaban las venas en el vagón!

─¿Qué te obligaban a hacer?

─Simple: o trabajabas o te mataban. En Birkenau estaba con mi mamá. Llevábamos piedras en carretillas. A mí me decían “Shirley Temple” en casa, porque era la más chica y me parecía a ella. Y de repente estaba levantando carretillas con piedras pesadísimas.

─¿Cuánto tiempo estuviste trabajando en Birkenau?

─Un año y medio. Ya se sabía que era el final de la guerra, pero constantemente traían gente y la colgaban en horcas para ejemplificar. Mostraban lo que te podía pasar si tratabas de escapar. Allá nos cortaron el pelo, me hicieron el tatuaje que aún conservo con mi número, 48.914, nos quitaron nuestras pertenencias. Y me sacaron a mi mamá. Yo la busqué por todos lados. Pero ahí la perdí. En el viaje a Ravensbrück la perdí. Después hicimos la marcha de la muerte.



Un sabor

Jamás voy a olvidar un sabor: el de una papa cruda, podrida, horrible, que me comí en Auschwitz.”

─¿Cómo era Ravensbrück?

─Ya éramos menos, porque la mitad de la gente se moría en el camino. Imaginate los olores: todos cagados encima. No había mucho para hacer. Estábamos uno encima de otro. Era un lugar de paso, por eso nos sacaron bastante rápido. Nos llevaron a los últimos campos, Retzow y Malchow.

─¿Y ahí qué hacían?

─Retzow era más chico y todos tuvimos que trabajar bajo la tierra. Teníamos que fabricar misiles y armas. Eran calles enteras hechas fábricas bajo la tierra. En el último campo, Malchow, yo estuve muy mal. Tuve tifoidea, diarrea de sangre. Tenía tos convulsa y no dejaba dormir a mis amigas. Una amiga, Edith, me salvó la vida con una advertencia que me hizo.



─¿Cómo te liberaste en Malchow?

─Le dije a Ana, una amiga, que me iba a escapar. Porque nos iban a terminar matando si nos quedábamos: hacía días que juntaban a algunos y los mataban. Yo pensé que me iban a matar por la espalda y no iba a sentir nada, que de frente era peor. Estábamos caminando con Ana y había un grupo de nazis que estaba controlando. Entonces le dije: "Este es el momento". La agarré de la manga y la arrastré conmigo. Justo había una barranca y bajamos, y después de eso nos encontramos con unos rusos. Ahí nos dimos cuenta que ya no estábamos bajo el dominio nazi.



─Una vez que estabas libre, ¿qué se te pasó por la cabeza? ¿Qué pensaste?

─Estaba sola, llena de piojos, rapada, sin tetas, sin culo... sin “mujer”. No podía ni caminar. Tenía el peso de un chico de 10 años... No sabía ni siquiera dónde estaba ni qué día era. ¿Qué podía pensar? Nada. No podía pensar absolutamente nada.

Una vez que los nazis perdieron la guerra, Eugenia pasó tres años como refugiada en Europa. En 1959 llegó a la Argentina junto a David Unger, su marido, y su primer hijo. Es una de las fundadoras del museo del Holocausto en Buenos Aires.

Su historia es una referencia mundial en los testimonios concentracionistas.



Fuente: Clarin.

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