Sefaraires


SEFARAires
Aires de Sefarad en Buenos Aires
LITERATURA Y ARTE
Diego

Por Isaías Leo Kremer
No recordaba a mi ex alumno, quizás porque entre tantos es difícil retener los nombres de todos en el ámbito universitario, sin embargo, al decirme su apellido recordé la extrañeza que la primera vez había sentido al oírlo. Diego Alcolumbre venía a hacer una práctica en la cátedra de la que yo era docente, pues tenía una beca en España y requería referencias de la universidad de Buenos Aires.
Así fue como se acercó a mí y entablamos una relación profesional y amistosa. Su apellido era contracción de alcohol y lumbre, pese a provenir su familia de Esmirna (Turquía), tiene lejanos orígenes en la España del medioevo''. Diego me relató acerca de sus padres que residían en Tandil y que eran herreros de profesión desde hacía generaciones, poseían una fábrica de cuchillos y hojas de corte, que según supe luego, eran muy afamadas y conocidas entre los entendidos.
Lo que para mí fue una sorpresa fue enterarme de su condición judía y de la observancia que sus padres guardaban, aunque su hijo, estaba bastante alejado de las prácticas religiosas.
Cuando después de unos meses a Diego se le otorgó la beca, nos despedimos prometiendo mantener contacto postal durante los dos años que demoraría en obtener su doctorado. Al poco tiempo, recibí una postal en que se veía el puente de Alcántara sobre el río Tajo, en Toledo y Diego me escribió que estaba muy feliz en el lugar, donde aparte tenía la oportunidad de estudiar y aprender. Hubo un par de cartas más que respondí y luego nuestro contacto se interrumpió, como suele ocurrir cuando la distancia se interpone entre los hombres.
Mucho tiempo pasó hasta que supe de mi ex alumno y fue gracias a un hecho fortuito que nos encontramos, tenía avidez por contarme su experiencia, eso motivó otro encuentro y en él, este relato salió de sus labios. Relato de Diego: "Llegué a España y luego de unas prácticas en Barcelona, me indicaron una serie de sedes donde continuarlas, una de ellas era Toledo y hacia allí me dirigí, no llegué a ver las otras, tanto me enamoré del sitio, cuando vi en el río Tajo recostarse el sol por la tarde desde el puente San Martín.
Cuando debí buscar hospedaje, me llamó la atención un nombre entre la lista de propietarios que rentaban sitios para estudiantes y residentes temporarios, el nombre Nazareno Alcolumbre me atrajo, pensando que podía ser un pariente, aunque fuera lejano y desconocido.
La calle de la morería, entre la sinagoga de Santa María la Blanca y Santo Tomé del Greco me pareció extrañamente familiar pese a que nunca había pisado España ni mucho menos Toledo.
Al llegar al sitio indicado, un cartel en letra gótica indicaba la calidad de ''espadero'' de su propietario y la artística aldaba de la puerta hablaba de un oficio artesanal muy desarrollado. La sotana negra y larga de quien me atendiera , fue una sorpresa no esperada; oír el nombre del religioso fue aún más impactante, Eliseo Alcolumbre no podía ser un cura católico, sin embargo lo era sin duda alguna. Tal vez no fue tanto el hábito y el crucifijo lo que me desorientó, sino la propia fisonomía del padre tan parecido al mío propio y aún a mí mismo. Negros y ensortijados cabellos, ojos de igual color, tez oliva y el mentón partido al medio, tan característico de los Alcolumbre hebreos de la Argentina. El asombro aumentó al conocer al dueño de casa, Nazareno, hermano del anterior con similares rasgos faciales, pero con actitudes menos suaves y gestos rudos pese a su hablar calmo y de entonación peculiar.
Vivir en aquel lugar, fue como volver a la casa paterna, a excepción de los ritos cristianos, las misas y las comidas que debía rechazar por la carne porcina que formaba parte de la misma. Si bien los alegró saber que un viajero sudamericano portaba su mismo apellido, no les entraba en la cabeza que pudiera ser un hereje, no atinando a encontrar una explicación válida para ello. Nunca habían conocido a un judío y sus conocimientos databan de lo recogido en el saber popular que prácticamente pintaba a los hebreos con rabo y cuernos, el sacerdote concluyó que algún cristiano había abjurado de su fe, convirtiéndose al judaísmo y de ahí el linaje hebreo, ante tanta ignorancia no consideré útil discutirlo.
Con el correr de los días, me fui ambientando en el lugar, los viejos recodos de calles angostas, los puentes sobre el río, los ricinos y las moreras tenían para mí arrullo de terruño. Cuando Nazareno me invitó a su taller de forja, sentí el familiar aroma de la fragua, el crepitar del hierro al rojo vivo, sumergiéndose una y otra vez en el aceite, oí el golpe de las masas sobre el noble metal, estirado y afilado para dar origen a una artesanal espada que adornará el recinto de algún noble caballero actual, con blasones de oros si no de alcurnia. Todo, absolutamente todo, despertaba en mí, regresiones atávicas de un pasado que ni yo ni mi padre habíamos conocido, sin embargo volvía a mí, cual si nunca se hubiera desprendido de mis cromosomas y de mis emociones más profundas.
Sin percatarme acaso, una trama sutil, cada vez más densamente iba aprisionando en su malla, conocer a Encarnación, la hija de Nazareno, fue el broche que cerraría la cota de acero en que poco a poco me iba encerrando.
Todo el garbo español, ese de antiguo linaje y nobleza, se veía en el rostro de la jovencita, a quien su juventud y belleza transformaba en preciosa gema, que desde sus oscuros y grandes ojos me encandilaba.
Comunidad de gustos, afinidad de pareceres, coincidencias casuales nos acercaban día a día, sólo la profusión de Aves Marías en boca de Encarnación o su pesado crucifijo se interponía ente ambos, más allá de la atracción o de otro sentimiento naciente que despertaba en mí. Supe que el cauce de mi destino se estaba torciendo, sea cual fuera éste, estaba volviendo a caer en aquello que tiempo atrás había motivado el exilio de mis mayores. Recorrí taciturno las angostas callejuelas, consulté a los gastados adoquines que tanta sangre de mis hermanos recibieran, dialogué con las gruesas paredes de las otrora altivas sinagogas y me percaté que mis pasos en lo que fuera la antigua judería no podían ser obra de la casualidad, intuí que un sentido tenía todo ese derrotero recorrido sin proponérmelo.
Recuperé las imágenes de esas largas caravanas rumbo al exilio, tras los rabinos portando los rollos de la Ley, sentí el dolor del desarraigo tras centurias de vivir en aquellos parajes amados. Me mojaron las lagrimas de las madres con sus hijos a cuestas y la de los hombres que habían trocado sus posesiones por monedas para salvar sus vidas. Sentí el calor sofocante de las piras, quemando quizás a algún abuelo por no abjurar de su fe, mientras otro más débil tal vez, se sometía a la pila bautismal que le ofrecían los frailes, seguidores de las caravanas, tratando de""salvar almas para el señor"". Reviví los antiguos romanceros que cantaban a Sefarad y que mi abuela aún tarareaba para mí, pese a los largos años que ya no veían el amanecer sobre Toledo, Navarra o Sevilla. Las endechas del pasado resonaron en mis oídos, comprendí que esos gritos del ayer sonarían de continúo en mi mente si no adoptaba la decisión correcta. Nazareno, Eliseo, Encarnación, el abuelo hebreo, todos formaban parte de un conjunto que danzando en mi cerebro, traían mensajes que parecían contradictorios o eran claros y yo no tenía suficiente lucidez para leerlos con certeza.
Al terminar mi doctorado, comuniqué a la familia que regresaba a la Argentina, manifesté a Encarnación que había esperanza para nosotros pero mi condición de hebreo era irrevocable. Le conté sobre el verdadero origen de los Alcolumbre aclarándole que algún antepasado en común, bajo la presión inquisitorial había abrazado la fe cristiana y no a la inversa como su tío, el religioso suponía. Como en cuestiones de fe, no hay imposiciones, yo respetaba la decisión de ella si decidía continuar con la suya, pero si deseaba tener un futuro en común conmigo, no podía ser bajo otra fe que la original de ambos.
Recorrí el taller de forja que tantas imágenes conocidas sin conocerlas me trajera, caminé por los puentes que cortan el río Tajo, vi con mis pupilas nuevas lo que mis abuelos no pudieron seguir viendo, pese a su amor toledano. Sentí que estaba visitando las tumbas de muchos abuelos y frente a ellas, reafirmaba con un contrito kadish mi continuidad hebraica, pese a todo y a todos a través de los tiempos".
Ese fue el relato de mi alumno Diego Alcolumbre, me impresionó y emocionó profundamente, me despedí de él impactado por la firmeza con que había afrontado una situación tan difícil y conflictiva, pero su determinación quizás lo alejaba de la felicidad junto a la muchacha española. Aproximadamente un mes después, recibí de el un correo electrónico en que me retransmitía un llegado desde Toledo, decía así: "Diego: Vuelvo a ti para ser nuevamente como nuestros ancestros: Encarnación"
Me alegré por los dos jóvenes que concretarían su unión, no los he vuelto a ver, supongo que estarán juntos, no me preocupa la religión que practiquen, simplemente me maravilla que estas cosas ocurran. A veces creo que los que ya no están manejan muchas de nuestras conductas, o nosotros aprendemos de ellos, de sus alegrías, de sus desventuras, de sus lágrimas y por sobre todo, de sus ejemplos de vida.

El autor, Isaías Leo Kremer, es ingeniero agrónomo, vive en el campo la mayor parte del tiempo, y es un prolífico escritor con numerosas publicaciones entre las cuales se cuentan: Evocaciones . Milonga de independencia. Gauchadas y mitzves. De cada pueblo un paisano. Mateando bajo el parral. Su relato tiene la hermosa combinación de la rica tradición argentina y lo testimonial de la historia de los sefaradíes.

 

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