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Aires de Sefarad en Buenos Aires
Tradiciones Sefaradíes
Dulces y postres de la tradición judeo-alepina

Por María Ch. de Azar
mariadeazar@hotmail.com


Es necesario vencer al olvido,
nombrar las tradiciones y costumbres.

Los judíos de Alepo practican algunas costumbres en su vida cotidiana, que acompañan, generalmente, con comidas típicas.

La organización del menú de la semana allí donde estuvieren, todavía hoy, se cumplen casi como una religión. Legumbres, verduras, carnes, dulces, postres, semana a semana, dentro de su variedad, se repiten según los ciclos temporales y los productos de estación, una forma interesante de administrar bien sus recursos

Algunos postres especiales para temporadas frías, otros para verano, distintos serán para la mañana o la tarde, días laborables o de descanso, para tefilim o para bodas, hasta alimentos exclusivos para días de duelo.

Comenzaremos por el chuño, tan popular en otras épocas.

A mediados del siglo XX las viviendas que habitaban los alepinos, ocuparan una parte (una, dos habitaciones) o casa completa, eran grandes, de techos altos, con patios y jardines, inhóspitas para las bajas temperaturas del invierno. El frío, muchas veces la lluvia, invitaban a cobijarse en una habitación, en la cocina, y el calor del brasero se prestaba para la reunión familiar, en ronda de cuentos y relatos, frecuentes modelos para amenizar el círculo. Momentos de esparcimiento y de saborear los deliciosos postres.

Desde el patio se adivinaban los preparativos de la cocina. Sobre los fogones, la cacerola de cobre llena de leche, espesa, burbujeante, perfumada con agua de azahar se cocinaba lenta, como esperando recibir a los invitados, que llegaban de la sinagoga para brindarles el calorcito reconfortante en una taza de chuño.

Ya en la casa, circulaban los tazones humeantes, dibujados con canela sobre la natilla el único adorno, la inicial de cada uno.

El gazl banat (hilos de niñas) dorándose apenas en su sartén, sobre el eterno rescoldo del brasero, hecho de azúcar, agua y limón, el caramelo casero, preludio de las golosinas infantiles.

En finos hilos envolventes, cristalinos, armaban los conitos en un palillo y con las mejillas arrobadas de entusiasmo y alegría, la tibia mano de la abuela, repartía entre los niños el primer chupetín casero.

Ya que estamos entre fogones y braseros, recordemos las castañas, las batatas asadas, que ennegrecían echando chispas, que las propias cáscaras provocaban. Las famosas torrejas, ofrecidas en desayuno, en vacaciones o en los festivos días patrios, la añoranza de esos sabores, repetidos en rebanada de pan viejo, sumergido en leche y huevo, cocinadas en la chillona fritada, y envueltas en azúcar nos enseñaron a gustar.

El auame, buñuelo de masa liviana, fritura almibarada de las tardes domingueras, circulaban para los jugadores entretenidos mientras se repartían cartas y fichas de lotería, y cuántas veces quitábamos de las fuentes, antes de privarnos de esa irresistible tentación: los auame calentitos.

El arroz con leche, probablemente un postre de tradición española que los sefardíes supieron conservar. Con sus trocitos de cáscara de limón, unas gotas de vainilla, la infaltable inicial con canela, caliente o frío para otras generaciones de golosos, en la obligada merienda.

El tradicional plato de mamuníe, postre de sémola, complemento típico entre la variedad de comidas del almuerzo dedicado a la novia, su blancura, un símbolo de pureza, y el natef, el nombre actualizado sería un moderno merengue italiano, con el que se unta el caravich.

Para las visitas cotidianas y aún las más formales, el humeante café, el licor acompañado con dulces típicos, de rosas, de toronjas, naranjas amargas, zapallo, damascos, kinotos, todos preparados por las habilidosas mujeres alepinas, siempre dispuestas al encuentro, a las visitas, al intercambio social, íntimo y hogareño.

Para usar una expresión judeoespañola: “de la faja a la mortaja”, los judíos de Alepo practican costumbres y rituales, que se acompañan con dulces y alimentos simbólicos, unos como portadores de buenos augurios y otros, para reconfortar profundas penas, alimentos específicos, definidos a veces por los colores, otras por su sabor, contenido, forma, o bien por su perfume, cumplen el rito y un efecto. Reparador.
Para brindar, celebrar en la ceremonia de circuncisión, circulan entre los invitados las bandejas del pan de España, los confites de almendra, junto a la horchata de chufas. Para agasajar a familiares y amigos, cuando al bebé le aparece el primer diente, el slía, postre elaborado con granos de trigo, adornos de chocolates y grajeas de colores, fuente tradicional del festejo.
Los tefilim, ceremonia que se realiza cuando el varón cumple sus trece años de edad, usa por primera vez las filacterias que lo habilitan para integrar el minian, diez hombres para rezar, en este ritual se incluyen el desayuno posterior a la liturgia, el pan de España, los confites y la horchata de chufas.
Dejaremos para otro texto los dulces de las fiestas del calendario hebreo, son variadas, de un delicado proceso de elaboración, y sus connotaciones simbólicas adecuadas para cada una.
Para los días de duelo, hay alimentos y diferentes formas de comerlos. El más conocido, luego del entierro no es un postre, pero cabe mencionarlo, es el pan con huevo duro sin salar, para el dolor no se necesitan sabores. Como símbolo de vida, el huevo representa continuidad.
Durante los siete primeros días de duelo, después de los rezos de la mañana y de la tarde, es costumbre ofrecer una seudá, (comida) de panecillos elaborados con semillas de anís, que modifica el sabor y el color, sustituye el pan blanco cotidiano. Acompañados por trozos de jalvá, y/o rodajas de queso, previo a su ingesta son imprescindibles las bendiciones a cada alimento, como una plegaria para el reposo del alma del difunto. Cuando se completa la semana, el día del darusch, realizado en el templo posterior al rezo vespertino, luego de las palabras en recuerdo del fallecido, convidan a los participantes la seudá, un plato que contiene una fruta fresca, pasas de uva, almendras, una rosca dulzona, y café.
Los dulces, los postres, forman parte indisoluble de la rica tradición que tienen los judíos de Alepo, una mirada sobre costumbres cotidianas, sus rituales, muestran una alimentación a veces exótica, otras austeras, sencillas, siempre nutritivas para el desarrollo de los niños, muchas implementadas para celebrar, otras para acompañar los momentos de dolor, en todos los casos ayudan a mantener un grupo, distante de su lugar de origen, en cohesión y pertenencia desde el punto de vista religioso, y la oportunidad de compartir sus valores. Y si de comidas se trata, podemos decir que es la mujer que sostiene el legado, en las recetas de cocina.
Una frase del historiador inglés Eric J. Hobsbawn referidas a la mujer, dice:
“Una mujer es la historia de lo pequeño, lo trivial, lo cotidiano, la suma de lo callado. Una mujer es siempre la historia de muchos hombres. Una mujer es la historia de su pueblo y de su raza. Y es la historia de sus raíces y de su origen, de cada mujer que fue alimentada por la anterior para que ella naciera: una mujer es la historia de su sangre.”






 

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