Sefaraires


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Aires de Sefarad en Buenos Aires
ARTE Y LITERATURA
Cuento: El karpús (1)

Por Luis León
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Jaim apuraba los trámites de la familia. Un domingo de verano en Buenos Aires no era como esas salidas de jóven en Izmir al bodre de la mar. Requería movilizar a cada uno de los seis hijos, los varones eran remolones, salían y entraban a la casa buscando no se sabe que, cuando uno tomaba en su mano una de las canastas, el otro dejaba las botellas de limonada y abría la puerta cancel. Masaltó había atado la bebida entre paños húmedos para preservar el fresco y evitar que un imprudente golpe, los dejara sin bebida.
Una bocina suena tres veces, llegó don Antonio, el taxista que vino a buscarlos para dar una vuelta por Palermo y dejarlos luego en la Costanera Sur, su paseo más deseado, y quizá el de la mayoría de los djidiós que, como ellos, vinieron de la lejana Esmirna acostumbrados a ver cada día frente a sus casas esa enorme bahía como un gran lago, Jaim aumentó su volumen de voz y comenzó a empujar hijos como si fuera el cuidador de un rebaño. En unos cuantos minutos más, apretadamente la familia ingresó al Chevrolet de siete asientos con parte de su techo de una loneta algo desteñida por el paso del tiempo y el poco cuidado. Don Antonio no sacó su mano para dar arranque al reloj del taxi, sabía que el pago que Jaim le daría al regresar a buscarlos por la tarde superaría con creces el importe que marcaba.
Todos hablaban al mismo tiempo. Don Antonio sugería un camino alternativo para mostrarle al jefe de familia un nuevo edificio que hacía poco tiempo estaban levantando en la calle Leandro N. Alem, los dos hijos mayores compartían junto a él el asiento delantero. La pobre Masaltó debía ir en el sector trasero con los menores, más bulliciosos, y acomodada entre los bultos, que no eran pocos.
La Costanera a las once de la mañana de ese domingo de febrero, soleado y caluroso era un hervidero de gente. En el espigón cientos de bañistas entraban y salían de los vestuarios. A Jaim no le gustaba que sus hijos se desparramaran por la playa, a pesar de haber nacido junto al mar sentía cierto temor al agua, por eso pedía al taxista que lo dejara más allá, del otro lado, cerca de las confiterías, donde podía ir al baño si necesitaba, reponer la provisión de bebida y si lo dejaban en paz, escuchar a alguna cantante española sentado en una de las mesitas.
Cuando Don Antonio vació de objetos y canastas el auto ya eran más de las doce, la familia había por fin, encontrado un largo banco de cemento blanco con textura de gran mosaico, bajo la sombra de una enorme tipa. Los más grandes se desparramaron por los canteros de césped de los alrededores, las dos pequeñas seguían saltando ignorantes del trabajo que Masaltó, su madre, desplegaba para servir la comida. Comenzó a repartir dos burrekas (2) a cada uno, intentando vaciar el primer envoltorio, desligarse al menos de la primera etapa del almuerzo. Mientras tanto, abría bultos armados con repasadores, dentro de los cuales había guardado el pan, el queso de rallar que con un afilado cuchillo Jaim cortaba en rebanadas intentando ayudar, aceitunas vedes, likierda (3), toda una suerte de copetín que en Turquía llaman mezé, aunque con las limitaciones del sitio.
Con las dificultades y el desorden de este tipo de almuerzos, hasta Masaltó pudo comer. No era un pranso (4) como solían ser los almuerzos de un domingo común, pero a juzgar por la cantidad de alimento preparado, nadie quedaría con hambre. Mientras tanto la familia saludaba a quienes habiendo ya comido optaban por pasear un poco. Así saludaron los Mayo, Sarica la Levía, los de Bonomo y muchos otros sefaradíes que tomaban la Costanera Sur como su lugar.
Jaim fue el primero en saciarse y anunció que iría al baño. Enfiló hacia la parte de atrás del alto escenario de la cervecería más cercana, donde sabía que estaban los sanitarios. Masaltó recogía la vajilla, un cuchillo tirado bajo el banco, y cada tanto pedía ayuda a quien tenía cerca para que le alcanzara las servilletas y vasos que habían sido dejados sobre el césped a varios metros del lugar.
Así dieron las dos de la tarde, cada uno estaba en lo suyo, las chicas persiguiéndose alrededor de una palmera cercana, los dos más grandes conversaban con las hijas de los Telias cerca de la esquina, y llegó Jaim.
Masaltó, dame el kuchlyo que vo a abrir el karpús, dijo Jaim tras sentarse en el extremo del banco. ¿Ande está el carpas Jaim, por el Dió? Le respondió su mujer. ¡En la kasha de madera,con los pedasikos del hielo! Dijo Jaim, que solía impacientarse muy rápido. ¿De ande keres que quite un karpús?, ¡no lo truyimos!, Davichon lo deshó detrás de la cancel, dijo Masaltó,
golpeándose la frente con un típico gesto de haber descubierto la clave de la falta de la sandía. Ella sabía que eso no iba a ser simple, Jaim era muy afecto a comerse casi una sandía cuando salía de picnic, y ésta no podía ser sustituida por los hermosos duraznos y pelones que en una canasta aguardaban la etapa del postre. Jaim comenzó a impacientarse, se paró bruscamente y salió con la secreta esperanza de encontrar algún vendedor con su carro lleno de sandías, no le importaba que estuvieran al sol, él quería saciar su sed con la dulce pulpa roja, escupiendo al frente las gruesas semillas, su cuchillito especial en la derecha y el trozo de cáscara sostenido en la izquierda.
Caminó varias de las largas cuadras que forman la alameda costera, mientras automóviles y coches tipo Victoria iban y venían por la calle ancha, desbordantes de gente. Jaim avanzaba, sin dejar de mirar a su alrededor, por si alguno de los carritos del vendedor de sandía con su viejo caballo, estaba retozando detrás de algún camión o en una de las calles de servicio que conducen al puerto. Respondió automáticamente a varios saludos amistosos ¿Kualo topates Jaim? ¿kerés una baklavá?, hasta le ofrecían dulces pero nadie tenía sandía. La fruta típica de un domingo sefaradí de verano, brillaba por su ausencia.
El cansancio de la larga caminata, la frustración y la desesperanza lo hicieron regresar, miraba hacia abajo, estaba decididamente malhumorado y así desandó las cuadras arboladas del paseo costanero, sin observar a nadie hasta que casi al llegar escuchó una débil voz que lo llamaba, ¿Jaim, Jaim, Jaimachi! Giró la cabeza y a varios metros descubrió sentado bajo un árbol al papú (5) Menajém, viejo amigo de su padre, viudo, sin hijos, que milagrosamente con mucho más de ochenta años, sobrevivía en una pieza de inquilinato cerca del mercado de Velazco, y al que Masaltó, su mujer, a menudo le llevaba comida.
El llamado despertó a Jaim de su estado, se acercó preguntándose como iba a hacer ese anciano tan endeble para levantarse del césped sin ayuda.
¡Na Jaim, kero pishar, ama no puedo levantarme! le dijo con simpleza el papú Menajem. El rápidamente se inclinó y con poco esfuerzo levantó al anciano hasta ponerlo de pie. Mientras éste le contaba que un vecino lo trajo hasta allí y que para descansar le había pedido que lo pusiera bajo la sombra del árbol. Estaba allí desde media mañana y quería ir al baño. Jaim lo tomó del brazo y comenzó a caminar.
¿Na Jaim no te olvides de mi talega (6) con la comida que quedo en el piso!, le advirtió con preocupación el anciano. El cargó una pesada bolsa rectangular, de cuero ajado, y lo condujo a los sanitarios ubicados detrás del escenario. Lo esperó, y lo condujo directamente al banco en que lo esperaba mirando de reojo Masaltó. Su mujer se sorprendió favorablemente de ver a Jaim distendido y al papú Menajem.
Ven Menajem, asentaté con mozotros - le dijo Masaltó con cariño - ¿ya kumites o keres unas burrekitas de keso?
Bueno querida, el Dió te guadre (6), komo yo no tenía kumida y mi vizino me truyo en supitó (7) -le dijo el anciano- solo pude traerme un karpús que tenía en kaza y un kuchiyico…

(1) carpus: sandía / (2) especie de empanadas, rellenas con papa y huevo o carne / (3) pescado salado / (4) gran comida, bien servida / (5) viejo, anciano / (6) Dios te guarde, bendición / (7) muy rápido




 

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