Sefaraires


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Aires de Sefarad en Buenos Aires
TESTIMONIOS SEFARADÍES
La cacerola de cobre

Por María de Azar
Hace algunos años, allá por 1970 y tantos, cuando todavía era posible en la Argentina, desarrollé una idea para trabajar en forma independiente.
Mi familia, casi toda dedicada al rubro textil, me ayudó.
Usé la casa donde había nacido, que estaba desocupada, para instalar el taller.
Con generosidad me fueron ofrecidas máquinas, caballetes, estanterías.
Los tenía que retirar de una casa en Ciudadela donde vivían algunas familias sefaradíes de Aleppo, que se habían alejado del barrio de Once donde las viviendas eran más caras.
Recuerdo esa casa por haber pasado allí muchos días de mi niñez y por el entusiasmo que sentía cuando viajábamos en tren.
Caminábamos con mis hermanas, impacientes, por las calles que nos llevaban a la estación Floresta.
Eran calles diferentes, donde los frentes de las casas eran más altos, con balcones, ventanas y celosías siempre cerradas, sin jardines, en continua penumbra.
Calles silenciosas, de vecinos adultos... sin chicos jugando en sus veredas.
El camino a la estación tenía ese clima tranquilo, con altos y frondosos árboles, otro ritmo, otras costumbres... Cuadras donde se reconocían diferencias, de origen y de trabajo.
Era el barrio de la iglesia y de la plaza, del cine y de la comisaría.
Parecía que cruzábamos una frontera.
En las calles de mi barrio, las familias inmigrantes, españolas e italianas, árabes y judías, compartían sus casas con hermanos y cuñados, sobrinos, primos y suegras.
Eran casas de tapias bajas, adornadas con rejas que dejaban jardines a la vista y aromas de cocina desparramados en veredas.
Pertenecíamos al bullicioso ambiente donde vivía la feria, la carnicería casher, la populosa verdulería y las panaderías que en distintos horarios vendían el pan caliente.
Era en las calles aledañas a Cuenca donde los varones jugaban a la pelota y las nenas a la rayuela.
Por las mañanas, las vecinas charlaban mientras barrían y a la tarde sacaban sus sillas a la vereda y a veces, convidaban las uvas de sus parras y los higos de sus higueras.
Camino diferente. Camino a la estación.
Atravesábamos el túnel para llegar al anden donde inquieta buscaba la ventanilla de la boletería, los carteles indicadores, observaba la sala de espera con sus bancos enromes y respiraba con reparo por el desagradable olor a acaroína que inundaba el espacio cada vez que el ordenanza pasaba con su regaderas.
Comprábamos los boletos verdes que nos aseguraba a las tres ocupar el mismo asiento y cuando llegaba el tren, enseguida nos acomodábamos los vestiditos almidonados en los tibios bancos de madera. Yo me sentaba del lado de la ventanilla para disfrutar el viaje mirando las campanillas azules de las interminables enredaderas que crecían junto a las vía.
El viaje comenzaba y el entusiasmo crecía.
La infinidad de vías que se desplegaban antes de llegar a Liniers lo convertían en un lugar imponente y estrepitoso, trenes de carga avanzando y retrocediendo, parejos galpones de ladrillo y techos de zinc, arriesgados operarios que subían o bajaban del tren en movimiento, incomprensibles señales de faroles, el silbato del guarda y la fuerte bocina de la locomotora me estremecían al dar la orden de partida de ese andén colmado de pasajeros.
Ciudadela.
Habíamos dejado atrás los terrenos que ocupaban los aserraderos, los camiones cargados de troncos que esperaban en los portones, los acoplados de maderas cortadas, los cansados peones sentados sobre los pilares y la inolvidable marquesina de cemento de la fábrica de Refrescos Cusenier, que me anticipaba el sabor de la granadita o la aromática chufa que nos servirían al llegar. Esos refrescos típicos con que festejábamos los encuentros deseados como celebración de rituales.
Dejo atrás estos recuerdos infantiles. Me encuentro nuevamente en el lugar, ya no soy la niña de siete años, sin embargo su solitario andén y el túnel me atemorizan tanto como entonces y subo doblemente agitada la inacabable escalera.
Recordé esa callecita con hileras de naranjos que a veces con sus flores y a veces con sus frutos aliviaba mis incansables miedos.
Volver a esos lugares. Caminar sus veredas anchas, apacibles, donde había jugado con tantos chicos en las prolongadas tardes de verano, transgrediendo la hora de la siesta.
El sombrío jardín, de canteros que simulan troncos de añosos árboles, con sus nudos y rigurosidades, con sus marcas de ramas tronchadas... producían esas sombras que al atardecer embestían como monstruos, tan terribles y amenazantes.
Las plantas, agresivas y lúgubres, la corona de Cristo, la austeridad de las calas y las hojas firmes de la boina de vasco que escondían la tortuga pocas veces sorprendida.
Las manos transpiradas. Sentía escalofrío y una sequedad insoportable en la boca.
El mismo miedo.
Otra casa abandonada. La familia de mi recuerdo ya no vivía allí.
La casa del temido jardín estaba deshabitada...misteriosa...abandonada...quién sabe por qué ¿escapados? ¿perseguidos?...otra vez.
Estaban casi todos los muebles. Olor a humedad. Olor a viejo. A cerrado.
Con cautela avanzaba reconociendo algunos objetos, el antiguo aparador de espejo biselado, cubierto de polvo, la que parecía enorme, ahora empequeñecida mesa ovalada, con el solemne y deteriorado mantel de terciopelo, las elegantes sillas, con el cuero ajado y roto y en un marco hexagonal, la foto de un joven luciendo el típico gorro turco.
La imponente vitrina, sin sus estantes, ya no exhibía los pequeños pocillos donde servían el perfumado café y tampoco estaba aquella chocolatera de porcelana, con sus delicadas tacitas, símbolo de los cumpleaños que se festejaban en invierno.
Sorprendida, pensaba si en esa familia repitieron la historia, cuando el abuelo había dejado su hogar escapando de la milicia otomana, que recorría las casas buscando hombres jóvenes para su ejército.
¿Será que...?
Quién sabe...
Yo, había encontrado ya las mesas y las estantería que buscaba.
Aún así me quedaba...y me quedaba...
Lentamente caminé sobre el sufrido piso de madera que se quejaba de mis pasos.
Algunas voces me parecía escuchar, una lejana melodía, tantas imágenes...
Me iba despidiendo, ¡nunca más pasaría por allí!
En eso estaba cuando vi sobre la mesa de la cocina un regalo, una alhaja...era parecida, no la misma, era la nuestra, cómo me inquietó. De antiguo diseño, me sedujo...era para mí, me estaba esperando...¡imposible no llevar!
La cacerola de cobre, igual a la que usaba la abuela cada viernes para cocinar el arroz.
Entonces el clima se transformó, sentía ese olor a limpio, de mantel blanco, con el eterno vaso de aceite y su pabilo encendido, más los aromas de las comidas de shabat.
Ahora yo estaba en la casa de mis abuelos, sensaciones, imágenes de antaño, con oficios de otros tiempos, recordaba el paseo del estañador, aquel que restauraba los objetos de cobre.
Cacerolas y cafeteras, sartenes y coladores, todos atados con hilos de sisal, cargados en su espalda, caminaba y golpeaba, de puerta en puerta, lento en sus pasos y con la carga a cuestas y al grito de tachero...tachero...invitaba a estañar sus cascos.
Se los devolvía relucientes, a cada uno el suyo, pues al igual que aquella pieza que me esperó, tenían grabadas en letras hebreas los nombres de sus dueños.
Cómo no sorprenderme con esa cacerola de cobre, de la que tantas cosas me contaban, cuando en Aleppo iban y venían al horno de la panadería para cocinar sus comidas.
Con qué cuidado las trajeron hasta estas tierras, en los barcos, cruzando mares y océanos, dentro de los baúles, envueltas entre sus ropas.
Cómo no conservarlas si durante tanto tiempo sirvieron para continuar la tradición, para repetir recetas de milenarios sabores, repetir hasta la forma de limpiar, de estañar y verlas cada día luciendo brillantes con sus apellidos, orgullosos y reconocidos en el barrio cada vez que lo atravesaban.
Yo miraba siempre a la abuela Matilde para saber con qué magia devolvía el esplendoroso brillo a su vajilla, después que soportaban horas y horas sobre las brasas.
Cuánta sorpresa al verla que con la misma ceniza que dejaban los braseros lustraban sus preciadas joyas: las cacerolas de cobre.

María de Azar: La autora es licenciada en psicología y forma parte de la comisión directiva de Cidicsef



 

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