Sefaraires


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Aires de Sefarad en Buenos Aires
LITERATURA Y ARTE
CUENTO
Dale gracias al Dió, Nissimiko

Por Luis León
El calor del verano en Buenos Aires suele ser, en algunas temporadas, difícil de tolerar. Este febrero era uno de esos casos, y las familias de los inquilinatos ponían sus sillas en los patios o las veredas para gozar del fresco del atardecer.
Nissim sentado a la sombra de la tarde, canturreaba una tonada turca mientras observaba la parra del fondo. Sus ojos no reflejaban la tranquilidad que deseaba traslucir. Don Abraham, su patrón, se había ido de vacaciones y pasaría todo un mes en Montevideo con su familia. Eso, él no lo había esperado. Se preguntaba una y otra vez como haría para traer los pesos necesarios para pagar la pieza y comprar comida para los suyos. Tenía dieciocho años recién cumplidos y dos años antes había llegado solo desde Izmir. Pocos meses después, con la ayuda de un tío, trajo a su madre y a sus dos hermanas, nosin recordar con tristeza cuánto le hubiera gustado a su padre conocer esta tierra. Pero, l´askierlik, ese largo servicio militar otomano del que muchos no volvieron, se lo llevó muy joven.
Don Abraham no era una mala persona: le fiaba la mercadería con la que todos los días salía a golpear puertas en los barrios, interesando a las mujeres para que le compraran. Pero don Abraham no había pensado en él, sólo escuchó las exigencias de su esposa para que fueran a Montevideo a conocer esas hermosas playas y sus calles céntricas.
Dos familias más habían puesto sus sillas en el patio grande del conventillo; iba llenándose de vecinos a medida que la tarde les ofrecía baldosas en sombra. Nissim no quería entablar conversación con nadie, masticaba solo su tristeza, ofreciendo una sonrisa al que le dirigía la palabra. La parra del fondo parecía ser su único sosiego; miraba las uvas que sabía eran agrias, colgando verticalmente en racimos ordenados, las grandes hojas en variadas posiciones, albergaban de vez en cuando unas cuantas abejas.
No era malo don Abraham, pero al cerrar su local lo dejó sin mercadería. Nadie fiaría a un joven casi niño, que no hablaba bien el idioma del lugar. Mucho menos cuando no tenía otro documento que el nifuz turco con el que había ingresado por la aduana. Pero él se sentía fuerte y grande para encarar el mantenimiento de su casa, y evitar que su madre volviera a lavar ropa para comprar alimentos. Una mujer enferma debe descansar, se decía cada día, al despedirse en el amanecer. Sus hermanitas iban al colegio, ellas estaban aprendiendo a hablar y a escribir bien. Eso era un regocijo para él, sólo eso justificaba cualquier sacrificio. Él, que sólo aprendió a meldar en hebreo las principales oraciones, sabía disfrutar de los progresos de ellas, en la escuela de la Quintana de Escalada, la de avenida Corrientes. Serían maestras, se lo habían prometido.
A pesar de estar oscureciendo, el calor agobiante continuaba. Los vecinos dejaban sus sillas cada tanto para ir a mojarse la cabeza en la canilla del patio central. Nissim, viendo que el sitio se llenaría hasta estar pegados unos con otros, ensayó un saludo que parecía una excusa y salió llevándose su silla en la mano. A los pocos minutos llenó el fuentón de agua fresca y volvió a entrar en su habitación. Necesitaba lavarse, sacarse de encima esa traspiración, refrescar su piel para alejar la pesadumbre. Sus hermanas no estaban y su madre recostada, parecía dormitar. Terminó de secarse, se puso una camisa limpia y el pantalón oscuro, cortó dos rebanadas del pan que estaba sobre la mesa y salió. Lo poco que recordaba de su padre, cuando muy niño, lo hacía sentir fuerte. Cuando te caes Nissimiko, dale gracias al Dió, porque te puedes alevantar de muevo. Cuando te alevantas, Nissimiko, dale las gracias al Dió porque puedes empezar a caminar.
Y él había decidido darle las gracias a Dios por todo lo que tenía, había decidido desde ese momento no preguntarse por lo que le faltara. Si cerró su negocio don Abraham, Nissimiko, dale gracias al Dió, le hubiera dicho su padre, a quien tanto deseaba tener a su lado, aunque sea por unas horas. La sinagoga quedaba a dos cuadras, recorrió el corto tramo con un semblante distinto.
Saludaba con alegría a los djidiós con que se cruzaba. A algunos se los había cruzado hacía menos de tres años en el barrio de la djudría de Izmir.
Las luces del templo estaban encendidas a pleno, y los hombres reunidos en la inmensa habitación se disponían para la oración del sábado. A pesar de la corta edad, Nissim era recibido con bienvenidas. Tomó su libro, siguió con dedicación cada página y al terminar, se despidió con el Shabat Shalom de todas las semanas. Cuando estaba saliendo, un anciano le pidió la mano para que lo ayude a bajar los tres escalones de la entrada. Servicial, lo tomó del brazo y preguntándole si vivía cerca decidió acompañarlo hasta la casa. Tendría más o menos la edad de su abuelo a quien no conoció. Tal vez ambos se conocerían, todos los de allá provenían de la misma ciudad, quizá habrían sido vecinos. La charla les acortó las pocas cuadras caminadas, y al llegar, el anciano se negó a dejarlo ir sin servirle antes un rakí. Tú eres chico aún, le dijo, pero trabajas como un grande y por eso tu primer anís, será la bendición para que te engrandezcas con salú i aligría.
Sacó dos copitas de vidrio del ropero, una botella de colorida etiqueta, y sirvió. Nissim había probado cuando niño el sobrante de una copa de anís en casa de su tío, y ese recuerdo volvió a quemarle la garganta aún antes de comenzar a brindar. El anciano dijo bendiciones, agradeció una y mil veces haber encontrado un manceviko tan bueno que lo llevara en shabat hasta su casa por esas calles oscuras y comenzó a preguntarle por su vida. La conversación duró más de lo esperado.
La segunda copa de anís había quedado atrás y por respeto, Nissim decidió que no debía abusar de la hospitalidad del anciano, aún cuando este lo requiriera como compañía en la soledad de su casa, la cual, observaba con disimulo, tenía una entrada propia con doble puerta de madera muy tallada, luego se llegaba a una gran sala y hacia el fondo se deducían varias habitaciones. Era una de las más hermosas casas de Villa Crespo, pensó. Y como si el anciano le hubiera adivinado el pensamiento, contó sobre su vida. Cómo su padre vino a comienzo de siglo, puso su negocio en 25 de Mayo, viajó a París para traer mercaderías hasta hacer una buena fortuna. Al morir, él, único hijo, no pudo continuar la tarea debido a la deformación de sus huesos. Y allí quedó para despedir luego a su madre y quedarse solo en ese enorme caserón.
El anciano le tomó la mano y lo condujo hasta una de las habitaciones internas para mostrarle decenas de cajas con pañuelos de seda. Eso era lo que mi padre traía de Europa, le dijo, y allí están para deshacerse por el paso del tiempo.
Nissim miraba esas cajas como en un sueño. Y llegó la pregunta, ¿no le interesaría a él, que era vendedor ambulante, salir a probar suerte durante febrero? El anciano sólo pretendía desocupar el cuarto de recuerdos, y él tendría una enorme ganancia si lograba vender esos hermosos pañuelos de seda. Vate a la costanera le dijo el anciano, en verano la djente va con ganas de gastar plata, te van a comprar muchos, le afirmó. También puedes darte unos baños en el agua fresca y limpia. El joven le dijo que volvería por la mañana a seleccionar la mercadería, a conocer el producto y prepararlo para llevar. El rostro del anciano pareció ingresar en una etapa de paz. Shabat Shalom le dijo al salir. Y al retornar al patio de su casa Nissim se repitió varias veces: cuando te caes Nissimiko, dale gracias al Dió, porque te puedes alevantar de muevo. Cuando te alevantas, Nissimiko, dale las gracias al Dió porque puedes empezar a caminar.

 

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