La Voz Judía


La Voz Judía
El puente entre las generaciones
Por Rabino Moisés Sherer z”l

“Y dirás a tu hijo”- podría interpretarse “desde que comienza el mes”, pero se nos ha enseñado “en aquel día”. (Si decimos) “en aquel día”, podríamos interpretar “cuando todavía es de día”, pero se nos ha enseñado “Por esto”: “Y dije ‘Por esto’ solamente si la matzá y el maror estén delante tuyo”.

En el vocabulario americano de estos últimos años se ha popularizado la expresión “brecha generacional”. Esa alambicada terminología va destinada a justificar y perdonar que hoy en día no haya comunicación entre padres e hijos. Excusa la rebelión de los hijos frente a sus padres y la de los alumnos contra los profesores; pretende explicar porqué en casi todos los países de la Tierra se produce una separación entre las generaciones, tan profunda que ambas capas familiares se comportan como si pertenecieran a pueblos diferentes.

No nos interesa estudiar el tema como a un fenómeno que solo afecta a naciones que nos son ajenas. Lo que queremos es encontrar el modo que nos permita a los judíos defendernos de esa moderna plaga que ataca al mundo entero.

En los días de Pesaj, cuyo fin principal es unir a padres e hijos y afirmar los puentes que unen a los mayores con los jóvenes, es bueno ocuparse de “la brecha generacional”, porque atañe a los cimientos mismos de nuestra supervivencia.
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Hace algo más de cien años, antes que la frase “brecha generacional” se hiciera popular, Rabi Shimshon Rafael Hirsh, de bendito recuerdo, nos solucionaba el problema. Rabi Shimshon hace notar que el autor de la Hagadá explica con toda claridad cómo construir puentes sólidos y seguros para unir las generaciones:

Lo más importante de “Y dirás a tu hijo” se revela en las palabras “cuando la matzá y el maror estén delante de ti”. Al disponerse el judío a cumplir con el precepto de “Y dirás a tu hijo” no se conforma con la mención de la existencia de la matzá y el maror o con pomposos discursos sobre la salida de Egipto. Habla al muchacho cuando la matzá y el maror estén delante suyo. Le exhibe la práctica efectiva de los preceptos sagrados, le muestra como él mismo materializa y vive plenamente su pertenencia al Pueblo Sagrado.

Las conferencias hermosas sobre judaísmo, las exposiciones exaltadas pero abstractas sobre el cumplimiento de los preceptos, los relatos de brillantes hechos históricos, hacen su efecto, pero siempre muy limitado. No penetran nunca en las profundidades de la conciencia y el alma. Más aún: esas lindas palabras que carecen de apoyo técnico son justamente las que crean el abismo, la “brecha” de la que hablábamos.

Si el niño se da cuenta de que sus padres no están íntimamente convencidos de lo que dicen, si nota que no dejan de infringir con sus acciones diarias cada uno de los principios que le están tratando de inculcar, se le despierta un rechazo íntimo a todo lo que le enseñan. Se siente engañado por sus progenitores y la consecuencia es que la separación se hace más y más infranqueable.
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En el razonamiento anterior se encierra la esencia misma del problema de la “brecha generacional” en la calle judía. Podemos apreciarlo en muchos de nuestros jóvenes asistentes a los “colleges”, que demuestran muy poco interés por cuestiones importantísimas para el Pueblo de Israel.

En un congreso de estudiantes de “colleges” organizado por algunas decenas de organizaciones hebraicas, uno de los participantes se expresó así: “El estudiante de origen hebreo no se siente extraño al judaísmo, pero se aleja de él por la hipocresía de sus padres”. Por más que duela, resulta imposible no identificarse con esa expresión.

¿Cómo podemos acusarlos por la escasa atención que prestan a los problemas de los judíos y del judaísmo, si no han visto nunca en sus hogares nada que los ligue efectivamente a ellos? De hecho han vivido toda su vida en un mundo ambivalente. Escucharon en el “Templo” algunos aparatosos discursos sobre ‘judaismo’ pero en sus casas no vieron ninguna señal de shabat, de festividad religiosa o de precepto a cumplir. Para su bar mitzvá les entregaron un par de tefilín y les enseñaron que ese era el símbolo de su pertenencia a Israel, pero jamás observaron a sus padres luciéndolos o vistiendo un talit. Los enviaron a cursos y conferencias del Centro Comunitario en los cuales escucharon cosas muy halagadoras y bien dichas sobre el elevado ideal de unirse entre sí y pertenecer al Pueblo Elegido, mientras que a nivel familiar el más alto de los anhelos de sus padres era ser admitidos en el Country Club de los gentiles.
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Nosotros, fieles observantes de la Torá, no debemos ilusionarnos con la idea de que somos inmunes al peligro. Aunque es verdad que con la ayuda Divina hemos evitado durante años la formación del abismo intergeneracional en nuestro seno, logrando formar y educar hijos y nietos que viven hoy completamente inmersos en el judaísmo y que ansían continuar la eternidad de Israel.

Sin embargo no podemos confiar demasiado en que se mantenga indefinidamente esta situación. El solo hecho de que el Pesaj y el Seder nos obliguen año a año a repetirnos “Y dirás a tu hijo” nos indica que el puente de unión de progenitores y vástagos requiere que se vele por él y que se lo refuerce constantemente.
Es decir que los puentes que ansiamos construir nunca serán lo suficientemente firmes si llegáramos a olvidar que seguirán existiendo sólo mientras la matzá y el maror estén delante nuestro.

El ejemplo personal de su padre es lo que más impresiona al niño. Si aquel desea que su hijo estudie y llegue a ser un Talmid Jajam , o que recite sus plegarias como se debe, no va a conseguirlo si él mismo abre raras veces su Guemará o si se confronta con una oración mascullada rápidamente y en su casa.

Un padre que quiere que sus hijos sean honrados y correctos, deberá ser honrado en sus negocios y correcto en su relación con los demás. ¡Qué vil la conducta de quien reprocha a su hijo que mienta o que se pelee con otros niños, mientras él anda en negocios poco claros y no deja de mentir o de repetir habladurías y chismes! Y generalmente el pequeño lo sabe.

“Y dirás a tu hijo” alcanza su finalidad solamente “cuando la matzá y el maror están delante tuyo”, si los niños ven como practicamos lo mismo que exigimos de ellos y no descubren contradicción alguna entre lo que le decimos y lo que hacemos.
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Nuestros sabios nos cuentan que Iosef se salvó de caer en el pecado porque imaginó que se le aparecía la figura de su padre. Esta idea debiera ser para nosotros, padres judíos, el mejor proyecto para la construcción del puente.

Iosef estaba en el extranjero, en un país que no era el suyo, incorporado a un estilo de vida ajeno en el que el pecado tal vez no se consideraba tal. No tenía conocidos, nadie ante quien avergonzarse ni que le diera lecciones de moral. Más todavía: estaba tan lejos de su padre que no sabía a ciencia cierta si lo volvería a ver alguna vez o no. Y sin embargo le fue suficiente evocar su imagen para recordar a qué pueblo pertenecía y que esa pertenencia le impedía degradarse aceptando la cultura egipcia y obrando como lo hubiera hecho un hijo de la tierra.

Así acompañó el recuerdo y la figura de nuestros patriarcas a sus hijos durante muchas generaciones. Ese fue el puente de hierro que fueron cruzando los judíos durante siglos.

En los días de Pesaj, festividad didáctica por excelencia, al intentar erigir nuevos puentes que nos unan a nuestros vástagos o consolidar los existentes, cada uno de nosotros debería preguntarse: “¿Cuál es la imagen que exhibo ante mi hijo?”.

Esta época del año es la más apropiada, no sólo para educar descendientes, sino también para comenzar a ocuparnos seriamente de nuestra propia educación, ya que somos padres judíos. El mejor modo de entender “Y dirás a tu hijo” es darle un ejemplo personal y trasmitirle la imagen de un padre con el que vale la pena mantener el puente de las generaciones, convertido en la cadena sin fin que lleva a la redención total.

 

La Tribuna Judía 76

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