La Voz Judía


La Voz Judía
Todo aquel que tenga hambre...
Por Linda Feinberg

Las tefilot de la tarde ya han concluido y todos los que están en la sinagoga del pueblo de Galitzia de nombre Reishe estaban deseosos de desearse mutuamente Gut Iom Tov!
Ya había concluido y quedado en el olvido el agotamiento previo a Pesaj. En su lugar, el rostro de cada uno brillaba de alegría mientras todos esperaban ansiosamente la tarde que se avecinaba.
Rav Elazar de Reishe, un nieto del Rebe Elimelej de Lyzhensk se encontraba entre los miembros de la kehilá que se estaban saludando. Pero aún cuando él también les deseara a cada uno de ellos un buen Iom Tov, sus ojos volaban alrededor de la sala. El quería asegurarse de que todos los ajenos –ya fueran transeúntes que inesperadamente se detenían en el camino lejos de su casa o mendigos itinerantes que no tenían una casa – hubieran sido invitados a la casa de alguno para pasar el Seder.
Fue durante esa búsqueda en toda la sala cuando Rav Elazar vio a un judío sentado solo en un ángulo de la habitación, como si se tratara de una pedazo olvidado de jametz.
Cómo era posible que nadie se hubiera dado cuenta de la presencia de ese extraño, se preguntaba Rav Elazar. Pero justo en el momento en que él iba a extender su mano y darle al judío un cordial saludo, algo lo hizo cambiar de parecer y rápidamente poner sus manos detrás de su espalda.
No era sólo el olor, si bien el extraño verdaderamente olía bastante mal. Ahora que estaba cerca del hombre Rav Elazar pudo ver que el extraño estaba afectado por una especie de grave enfermedad de la piel –y que el terrible olor se debía a las heridas abiertas del pobre hombre.
Rav Elazar sabía qué era lo que tenía que hacer; él tenía que invitar a ese pobre judío a reunirse con él para el Seder. Pero no le salían las palabras. El podía mirar las heridas abiertas y soportar el hedor, pero ¿y su esposa?. Después de haber trabajado tanto para dejar la casa brillante, y haber lavado toda la ropa y cocinado deliciosas comidas, ¿era justo que él le llevara a casa a semejante invitado?
¿Pero qué podía él hacer? La sinagoga estaba vacía. Si no invitaba a ese hombre, nadie lo haría. Y era impensable dejar a ese judío abandonado en una sinagoga vacía en un Leil Seder. Entonces Rav Elazar le dijo al pobre hombre: “Le ruego que sea mi invitado para el Seder. Yo sólo tengo que arreglar algo y regreso así nos vamos juntos a mi hogar”.
Entonces Rav Elazar corrió hacia su casa, pero antes de entrar él puso una cara cuya expresión era más propia de Tishá Be’Av que de la primera noche de Pesaj. Y cuando saludó a su esposa lo hizo con un tono de voz que generalmente reservaba para anunciar malas noticias.
“¿Qué pasó?”, le preguntó la mujer. Ella nunca había visto a su esposo tan preocupado en un Iom Tov, por lo que ella también empezó a preocuparse.
“Es Moshe”, le respondió Rav Elazar, “mi primo segundo. Tú lo recuerdas, verdad?”.
Ella no se acordaba, pero puesto que su generoso corazón se conmovía ante la situación de cualquier judío, ella preguntó todavía preocupada: “¿Qué le pasó?”.
“Él estaba en la sinagoga. No tenía ningún lugar donde ir para el Seder.”
La rebetzin lanzó un suspiro de alivio. “¿Eso es todo?”, le dijo. “¿Acaso no tenemos bastante comida y bastante lugar en la mesa? Realmente, Lazar, tú me sorprendes. ¿Por qué no trajiste a tu primo contigo?”.
“Hay un pequeño problema. Moshe tiene una enfermedad grave en la piel. Es posible que esté leproso. Pero sea lo que fuere, la enfermedad produce un terrible olor”.
“¿Qué podemos hacer? Es un familiar. Por favor, regresa a la sinagoga y tráelo contigo enseguida”.
Rav Elazar hizo lo que su esposa le había dicho y fue a traer consigo a su “primo”.
Durante la seudá la rebbetzin trató de que su invitado se sintiera como en casa haciéndole preguntas sobre la “familia” de Moshe.
Cuando quedó claro que el hombre no sabía nada acerca de las personas sobre las cuales ella le preguntaba, ella se dio cuenta de lo que había sucedido. Pero ella no estaba enojada con su marido por haberle hecho esa trampa. Este “Moshé”, quienquiera que fuera, era un judío, y entonces, de algún modo él era realmente un miembro de su familia.
Después del Seder, el matrimonio preparó una cama para su invitado. La rebbetzin dudaba en el momento en que tenía que darle al extraño una sábana puesto que ella sabía que iba a tener que tirarla al día siguiente. Pero cedió en cuanto su marido le dijo susurrando: “Esta sábana va a reconfortarte cuando llegues a los 120 y estés yaciendo en tu tumba”.
Entonces ellos cerraron con cuidado todas las puertas y las ventanas de su hogar y se fueron a dormir.
A la mañana siguiente todas las puertas y las ventanas seguían cerradas. Pero la cama donde había dormido su invitado estaba vacía y el extraño se había ido.

 

La Tribuna Judía 63

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