La Voz Judía


La Voz Judía
Cuentos del abuelo - El Libelo sangriento de Damasco:
Un cuento de Pesaj

Por Shaya Gottlieb

El antiguo libelo que acusa a judíos inocentes de matar a cristianos para usar su sangre para amasar las Matzot, ha circulado durante siglos. Desgraciadamente, ese infamante libelo es responsable por la tortura y el asesinato de cientos de víctimas inocentes, que Hashem vengue sus muertes.

A mediados del siglo XIX, apareció el famoso Libelo de Damasco, provocando una revuelta que se extendió por todo el mundo civilizado.
El padre Thomas, un reconocido monje original de Cerdeña, era el superior de un convento franciscano en Damasco, Siria. Además de sus obligaciones como clérigo, era médico, y había estado ejerciendo durante 33 años.
Pese a haber amasado una impresionante fortuna durante su carrera como médico, era muy tacaño y nunca había donado ni una moneda para los pobres. Como tenía mal carácter y siempre estaba malhumorado, el padre Tomás se había ganado una buena cantidad de enemigos en esa ciudad.
El 5 de febrero de 1840, el padre Tomás desapareció junto a su sirviente y nunca más fue visto con vida. Los rumores afirmaban que había sido asesinado por algún adversario, pero nadie podía probar nada.
Ese monje, que practicaba la medicina, era muy conocido en los barrios judío, cristiano y musulmán. Pocos días antes de desaparecer, había mantenido una reyerta con un turco, quien aparentemente lo había oído maldecir a Mahoma y dijo: “El perro cristiano morirá por mi mano”.
En aquellos tiempos, Damasco, junto con el resto de Siria, estaba ocupada por los turcos bajo el mando de Muhamad Alí, pashá de Egipto. De su mano, los cristianos lograron enseñorearse ante una familia judía, los Farhi, quienes habían tenido el poder bajo el imperio otomano.
En ese período, el gobierno francés dio protección a todos los clérigos que se encontraban dispersos por todo el Imperio Turco, cuidándolos de la violencia de los árabes. Luego de pasados dos días en que el padre Tomás no aparecía, sus pares del clero dieron aviso al consulado francés en Damasco y pidieron ayuda.

El cónsul no perdió el tiempo e inmediatamente lanzó una amplia investigación. Su primer objetivo fue, por supuesto, los ciudadanos judíos de Damasco, dado que los monjes le habían contado que padre Tomás tenía muchos pacientes judíos.
Acompañado de un contingente de soldados franceses, se lanzó sobre el barrio judío de Siria y detuvo a todo judío que encontró preguntándole si había visto recientemente al padre Tomás. Extrañamente, el cónsul ni se molestó en preguntarles a los ciudadanos turcos o a los franceses si habían visto al monje desaparecido…parecía como si sólo se hubiera focalizado en los judíos.
Luego de algunas horas, el cónsul se dio cuenta de que su búsqueda era infructuosa. Ningún judío del barrio judío había visto al monje ni sabía nada de él. Sin embargo, el cónsul no abandonó su búsqueda, ni fue a los barrios musulmanes de la ciudad. Era como si desde el comienzo actuara convencido de que los judíos habían sido los responsables del hecho.
En casi todos los países existe una ley de larga data que dice que la tierra donde se asienta una embajada o consulado está bajo protección de su país de origen. De este modo, cualquiera que entrara al consulado francés era sometido a las leyes de Francia y podía ser castigado acorde a las mismas.
El cónsul decidió llevar a los judíos al consulado donde los interrogó severamente hasta que ellos “confesaron” cuál había sido su papel en la desaparición del monje.
Bajo la ocupación egipcia, el gobernador de Damasco era un árabe egipcio de nombre Sherif Pasha. Recibir un permiso de Pasha resultaba una mera formalidad para el cónsul dado que Francia tenía en esos tiempos un enorme poderío. Sherif Pasha le otorgó raudamente un permiso al cónsul para hacer lo que le pareciera que correspondía.
Había algunos judíos influyentes que eran ciudadanos austríacos y que estaban protegidos por el cónsul de Austria. En consecuencia, para interrogarlos, el cónsul francés precisó el permiso de su colega austríaco.
El cónsul austríaco no tomó conciencia de que el cónsul francés estaba dispuesto a llevar ese tema hasta sus últimas consecuencias si fuera necesario. El supuso que el interrogatorio no era más que una mera formalidad, y otorgó el permiso en forma inmediata.
El cónsul francés no perdió el tiempo. El sabía exactamente dónde Tomás había sido capturado: seguramente los judíos habían asesinado al buen monje y le extrajeron la sangre del cuerpo para usarla en esas galletas judías, o Matzot.
Dado que el cónsul había llegado de Francia sólo poco tiempo atrás y todavía no estaba familiarizado con las leyes locales, él necesitó un asesoramiento.
En aquellos momentos, Mohamad-el Teli, un rufián turco, estaba preso en una cárcel de Damasco porque debía grandes sumas de dinero. Mohamad había tomado parte en muchos delitos y trataba de ocultar su oscuro pasado. Al enterarse que el cónsul estaba buscando a un interrogador, se dio cuenta de que era una oportunidad perfecta para lograr salir de la cárcel.
El le envió un mensaje secreto al cónsul diciéndole que estaba dispuesto y en condiciones de ayudar en esa “sagrada misión” en caso de que el cónsul utilizara sus contactos para liberarlo de la cárcel. En el término de algunos días todo estaba resuelto: Muhamad quedó en libertad ayudado por el cónsul y comenzó su campaña de persecución e intimidación.

Acompañado por el cónsul y dos hombres armados, Muhamad se dirigió al barrio judío y arrestó inmediatamente a muchos judíos importantes bajo sospecha de que habían preparado la desaparición del monje.
Entre los arrestados se encontraba un barbero judío de nombre Negrin quien se puso muy nervioso y perdió la compostura. Durante el interrogatorio al que fue sometido dio respuestas que sonaron sospechosas, como si estuviera ocultando algo. El cónsul estaba alborozado. ¡Por fin se había logrado hacer algún progreso! El empezó a hablar con el barbero de un modo punzante.
“Yo se que ustedes son responsables por el vil asesinato de un monje tan preciado y de su leal sirviente, y todo con el fin de usar su sangre para hacer galletas judías. Tú debes contarme todo, incluyendo los nombres de tus secuaces, los otros judíos que te ayudaron a matarlo. ¡Quiero saber dónde escondieron los cuerpos, de lo contrario tu vida no valdrá ni el polvo sobre el cual estás parado!
En ese momento el barbero se dio cuenta de cuán serio era el problema y negó los cargos infundados que se le hacían. Cuanto más el declaraba ser inocente, más crecían las sospechas en su contra. Luego de tres días de interrogatorio no habían logrado quebrarlo.
El cónsul decidió transmitirle sus sospechas al Pashá con estrictas instrucciones de torturarlo hasta que confesara su crimen.
Los turcos, que eran expertos en tortura y sadismo, torturaron al pobre barbero durante varios días, prometiéndole una vida de riquezas y bienestar si confesaba. Exhausto, el barbero no pudo seguir soportando las torturas y aceptó cooperar, presentándose como el testigo estrella en el vergonzoso juicio.
Negrin, convertido en el “héroe” del cónsul, aceptó involucrar a sus propios hermanos inventando una historia fantástica que había sido diseñada por el cónsul junto con Muhamad. La misma decía que “el siervo de un hombre acaudalado, David Harari, le había hecho una visita secreta obligándolo a reunirse con otros seis judíos ricos; que para su asombro, en ese lugar se encontraba el padre Tomás tirado en el piso, amordazado y con los brazos y las piernas atadas; que ellos le dieron un cuchillo filoso y le pidieron que matara al monje. Que como era un hombre decente y temeroso de D”s, Negrin se negó a ese acto vil y que lo obligaron a cooperar. Que después de muchas discusiones, el barbero se fue a su casa no sin antes prometer que guardaría el secreto, por lo cual había sido recompensado con una buena suma de dinero”.
El cónsul estaba exultante luego de que el barbero firmara esa declaración. Y basándose en la misma, le pidió al Pashá que arreste a siete judíos importantes y acaudalados de inmediato.

Pocos días después se inició una persecución contra siete prominentes judíos de la comunidad de Damasco, quienes fueron llevados al consulado, se realizaron cargos contra ellos y se los hizo objeto de malos tratos. También se detuvo al sirviente de Harrari, de quien se había dicho que realizó el contacto con Negrin; y pese a insistir en que era inocente, fue torturado tan brutalmente que terminó admitiendo que era “culpable”. Fue forzado a firmar una declaración que afirmaba que lo que decía el barbero era cierto. Mediante ese documento se culpaba a los siete judíos.
El cónsul no estaba satisfecho, no obstante, y quería saber exactamente cómo había sido el asesinato. Y recurriendo a las mismas artimañas obtuvo una nueva declaración del sirviente por la que afirmaba que él y el barbero habían cometido el crimen y luego arrojado el cuerpo de la víctima al río. Lo único que le faltaba ahora al cónsul era encontrar la evidencia, para lo cual contrató a unos pescadores que rastrearon en el fondo del río hasta encontrar algo que parecían ser huesos humanos. Los huesos fueron llevados al monasterio y el “Padre Tomás” fue enterrado en una cripta con grandes honores y ceremonias. Durante el funeral un obispo lanzó diatribas contra los asesinos judíos que mataron a un monje a sangre fria para cocinar sus matzot.
Un rumor comenzó a expandirse como el fuego de un incendio, involucrando a un joven ciudadano austríaco en las mismas acusaciones. El cónsul francés no sólo quería acusar a los judíos de Damasco con su infundado libelo sino también a todos los judíos de Europa. Para ello ordenó que los judíos arrestados volvieran a ser interrogados y brutalmente torturados hasta que confesaron dónde habían escondido la sangre del monje. Solo uno de los arrestados logró salvar su vida aceptando convertirse al Islam, el resto decidió mantenerse firme y terminaron entregando sus vidas Al Kidush Hashem.
Al ver que no obtenían ninguna declaración, una vez más Muhamad interrogó al sirviente del barbero, el que aterrorizado ante nuevas torturas aceptó cooperar e inventó una nueva historia en la que acusaba al acaudalado judío Meir Parchi de ser el instigador.
El cónsul ya tenía lo que quería y ordenó arrestar inmediatamente al sospechoso, pero no le resultó tan sencillo, ya que el mismo era familiar de Eliahu Picoto, el cónsul austríaco en Alepo, de modo tal que tenía la protección del cónsul austríaco en Damasco. Este último le dio refugio en el consulado donde negó vehemente los cargos que se le hacían y demostró que la noche del crimen supuestamente cometido él se encontraba lejos de la ciudad.
Una vez más, bajo presión, el sirviente fue obligado a inventar una historia: luego de que el padre Tomás fuera asesinado, él había estado en casa de Meir Parchi donde había presenciado el asesinato del sirviente a manos de ocho judíos del lugar, incluyendo al familiar del cónsul.
Ahora, el cónsul francés le exigía a su colega austríaco que dejara en sus manos el asunto. El cónsul austríaco se negó a hacerlo, pero fue atacado por una chusma exaltada que rodeó su casa. El terror lo invadió por la posibilidad de quedarse sin su guardia armada.
Al comprobar que le era imposible cumplir su objetivo el cónsul francés ordenó arrestar a las esposas y a los hijos de los detenidos -63 almas en total- quienes fueron esposados y arrojados al calabozo. Uno de los niños, que inocentemente contó que una vez había visto a su padre conversar con el monje, fue golpeado de manera tan brutal que terminó muriendo.
En cuanto se difundió el libelo sangriento, algunos furiosos musulmanes atacaron la antigua sinagoga de Jobar, destruyendo sus preciados rollos de Torá.
El infame libelo se dispersó por todo el mundo llegando incluso a las costas de América. Allí, en un esfuerzo estremecedor, 15.000 judíos estadounidenses realizaron una protesta en seis ciudades del país frente a las embajadas de Siria. Sir Moisés Montefiore, apoyado por líderes influyentes, incluído el británico Lord Palmerston, encabezó una delegación que se presentó ante el gobernador de Siria, Mehemet Ali.
Gracias a las negociaciones realizadas en Alejandría se logró garantizar la libertad de los prisioneros. Lamentablemente, cuatro de ellos murieron en cautiverio. Más tarde, en Constantinopla, Montefiore logró persuadir al Sultán Abdulmecid para que publicara un edicto que detuviera la circulación del sangriento libelo en todo el Imperio Otomano.
Así termina la dolorosa saga que prueba la máxima “Halajá B’ieduá sh’eisav sonei l’Iaacov”.
Ojalá que seamos dignos de la gueulá shleimá en este mes de Nissan, la estación de la gueulá.

 

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