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Maestro por excelencia:
Natan Orlian z"l

Por Moshé Korin
El 29 de junio de 2011 (había nacido el 11 de marzo de 1932, hijo de Iosef y Fanny Zaguin), abandonó el mundo terrenal, Natan (Carlos) Orlian, el hombre, el padre, el amigo y, por encima de todo, el maestro, el lerer, el moré por excelencia. A medida que pasan los meses, y seguramente mucho más a medida que pasen los años, con la ayuda de esa perspectiva insustituible que otorga el tiempo, se irá acrecentando esa figura docente como arquetipo de maestro, de Moré con mayúsculas, porque es a los grandes hombres lo que la distancia, a las grandes montañas: se requiere de esa perspectiva para apreciar su grandeza, su verdadera magnitud.

No nos equivoquemos, Natan no fue sólo un moré ejemplar. Ha escrito libros tanto en español como en hebreo, fue un poeta capaz de componer melodías a algunas de sus poesías y hace aproximadamente dos años presentó un CD “Alegría klezmer y cuentos jasídicos”, interpretado por su hija Mijal y acompañado musicalmente por el maestro Zeev Malbergier, quien también colaboró en la composición musical.

Pero insisto: pese a sus múltiples facetas y a la excelencia manifestada en muchas de ellas, Natan Orlian será recordado principalmente por su extraordinaria labor docente.

Educación e identidad

Los maestros son venerados en casi todas las culturas y con justicia. Su labor constituye un pilar fundamental en la formación de la sociedad que se basa en una cultura común: es él quien entrega los contenidos que la sociedad considera importantes y hasta imprescindibles para integrarse a ella. Pero hay algunos elementos que le otorgan al maestro judío una relevancia especial, en parte por el simple hecho de que la espiritualidad en la sociedad judía tiene un protagonismo, a lo largo de la historia, de una relevancia y riqueza extremadas.

La condición judía le ha presentado al maestro judío un doble desafío. Primero, porque se supone que debe transmitir un caudal desmesurado de conocimientos acumulados a lo largo de más de cuatro mil años de historia, de pensamiento, de prácticas, de exégesis, de idiomas (en la cultura judía siempre hubo más de uno, además del lenguaje que constituía la lengua franca del lugar en cuestión).

Segundo, porque a diferencia de cualquier otra etnia cultural, cuyos maestros enseñan a niños que viven en la sociedad poseedora de esa misma cultura y sólo en ella, el maestro judío ha debido y debe enfrentarse a la especial situación de impartir una cultura que no siempre es la del medio en la cual se desenvuelve el educando, donde se habla otro idioma, se exaltan otros valores, etc. Esto fue especialmente así en los últimos dos siglos de historia judía.

La educación judía, con sus maestros al frente, fue y es la piedra fundamental de ese enorme y complejo edificio llamado "identidad judía". Se trata de elementos puramente espirituales que debían llenar los numerosos y poderosos vacíos propios de las características del mundo judío, que a diferencia de otros pueblos no tenía los elementos propios de una vida "normal", territorial, que le permite sin esfuerzo una unidad idiomática, valores estatales, políticos y materiales que van conformando casi sin esfuerzo, esa identidad nacional. El pueblo judío lo buscó y lo obtuvo en sus bienes espirituales, carente como estaba de bienes materiales, y lo hizo con éxito, con la ayuda de sus maestros. La prueba de ese éxito es que estamos acá, que hemos sobrevivido la diáspora sin diluir nuestra identidad hasta perderla.

En las últimas décadas, en muchísimos casos son la escuela judía y sus maestros los que quedan solos, en la primera línea de fuego, en esa lucha dentro de un mundo que no es judío, con influencias culturales grandes y potentes (y en muchos casos positivas, pero no judías), con la gigantesca tarea de transmitir a los alumnos no sólo, y a veces ni siquiera principalmente, un cúmulo de conocimientos, sino de provocar en ellos el deseo y el ansia de una vida judía valiosa. No alcanza con transmitir la sabiduría judía, debe enseñar a vivir como judío a su manera, en su entorno. El maestro judío, en síntesis, debe enseñar a vivir y eso nunca es tarea fácil.
De ello fue Natan Orlian un ejemplo casi paradigmático.

Educador, poeta y narrador

Había nacido en Moisés Ville, la ciudad santafesina que ya forma parte de la mitología judeo-argentina, la "Yerushalaim deArgentina". Egresado del Instituto Superior de Estudios Religiosos Judaicos (Majón Lelimudei Haiahadut) de la Congregación Israelita del Templo de la calle Libertad, se graduó en la famosa Midrashá Ivrit de Buenos Aires con el título de profesor para colegios secundarios hebreos. Más tarde estudió también historia en la Universidad Hebrea de Jerusalem y acumuló cursos de perfeccionamiento en ciencias judaicas tanto en Argentina como en Israel.

Su obra docente se hizo y se hace sentir (confeccionó programas que aún se mantienen vigentes) en ORT, en el profesorado Sh.I. Agnón de maestras jardineras, en el Seminario Rabínico Latinoamericano, y muy especialmente en los colegios secundarios: Scholem Aleijem, J.N. Bialik, Rambam, Talpiot y más.

Natan Orlian, además de docente, era un erudito en materias de judaísmo, lo que es infrecuente. Su erudición provenía de su desbordante amor por la cultura judía en todos sus tan variados aspectos, de manera que conocía como pocos la literatura de los textos sagrados y la de la renovada literatura laica israelí, era un hebraísta que conocía los secretos de la gramática del idioma en sus diferentes etapas, desde el hebreo bíblico hasta el actual.

Aparte de publicaciones dedicadas a la enseñanza, Orlian nos dejó varios libros de poesía en lengua hebrea, entre los cuales podemos destacar “Rajashei Adam” (Sucesos de un hombre), “Hakeshet Beanan” (El Arco iris) y una autobiografía de su niñez: “Moisés Ville, Paraíso perdido”, entre otros más.

En el libro de Moisés Ville queda plasmada su infancia que nos deslumbra a nosotros, los porteños, con ese collage de descripciones y anécdotas de un mundo totalmente diferente, un mundo mucho más argentino en cuanto arraigado a lo telúrico, y mucho más judío, en cuanto a comunidad que vive integralmente como tal.

De esas páginas brotan el amor y la pasión que sentía por su pueblo natal, que fue para él cuna y raíz, conservando en el recuerdo la frescura de lo vivido en ese territorio judío en medio del campo argentino. Son páginas que honran la memoria, generadora de identidad, una identidad espiritual insoslayablemente judía.
También fue cofundador del mensuario en hebreo “Ameinu” (Nuestro Pueblo).

Padre y amigo

Cabe destacar que como padre dedicado seguía y disfrutaba la evolución y el perfeccionamiento de su querida hija Mijal Elizabeth, en muchas actuaciones, como cantante e intérprete en hebreo, idish, ladino, castellano e inglés. El percibía con orgullo que en su quehacer, la continuidad de su obra estaba garantizada y que a la hora de partir dejaría su importante legado en inmejorables manos.


Esta reseña estaría incompleta si omitiera que Natan era, además de todo eso, un gran amigo, un amigo poco frecuente. Nos conocíamos desde muy jóvenes, pero profundizamos nuestra amistad durante los casi veinte años en los cuales trabajó como docente en la escuela secundaria del Scholem Aleijem que yo dirigía.

Natan era un auténtico aficionado al diálogo, sabía responder pero, no menos importante, sabía preguntar. Tenía un profundo y auténtico sentido del humor y una enorme curiosidad, y parecía más empeñado en interrogar e interrogarse que en afirmar, celebrando siempre la inteligencia de su interlocutor. Es que era de corazón abierto, abierto a la cultura, al conocimiento, a la gente. Era enemigo de los esquemas simplistas que se pretenden insuperables y de las respuestas supuestamente concluyentes y definitivas.

Por el contrario, cada vez que nos encontrábamos (algo que hacíamos con relativa asiduidad) no vacilaba en desplegar ante mí el abanico de sus dudas, a veces incluso sus temores, lo que dejaba al descubierto también su capacidad de analista y lector experimentado.

Quienes tuvimos el privilegio de tratarlo y oírlo sabemos que Natan fue un gran erudito conocedor de nuestro acervo cultural, un interlocutor inteligente, un querido amigo y, por sobre todas las cosas, un maestro con mayúsculas. ¡Iehí zijró baruj! ¡Bendita sea su memoria!


Noviembre 2011 / Kislev 5772
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