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Esa miserable diferencia
Por Moshé Korin
En la historia.
En la historia de los pueblos siempre se encuentra una vertiente trágica y los lamentos aparecen frente a los hechos consumados. Y se esboza la pregunta del Facundo de Domingo F. Sarmiento, que el historiador y escritor argentino Juan B. Terán (1880-1938) repite: “Por qué nos pasó, lo que nos pasó”.
Repasando la historia de la humanidad, he arribado a una sombría reflexión. Los genocidios existieron siempre y seguirán presentes, porque germinan en el semillero perverso del género humano. Y cuando se han consumado surge una frase con que cada época y cada sociedad pretende expurgar su complicidad política y social con el horror: “Nunca más.” Y hay que ser ingenuo para apostar al “Nunca más”.
El hombre y la sociedad tienen experiencia en este género de perversión, porque lo han leído, conocido, imaginado, configurado o cometido en el curso de la historia. Y en la Edad Moderna y Contemporánea los documentos lo registran con una nitidez tal, que sólo los comprometidos lo pueden ocultar o callar.
La Shoá, el Holocausto Judío, con seis millones de víctimas; el exterminio armenio, con un millón ochocientos mil; el ucraniano en la dictadura stalinista, el llamado “Holodrom”, con tres millones y medio, barridos deliberadamente por la hambruna impuesta para doblegarlos; el genocidio kurdo con las armas químicas que Sadam Hussein, el otrora aliado americano, que Irak no estaba en condiciones de fabricar e importó; el de Camboya; el de Pinochet; el genocidio de los pueblos originarios de toda América que aniquiló entre treinta y cuarenta millones de vidas humanas y se consumó el saqueo, bajo el amparo de la cultura de la cruz y la espada; el de la masacre indígena pergeñado por el General Julio Argentino Roca por el que obtuvo una Presidencia y el honor de que una calle lleve su nombre, en los años de la última dictadura militar argentina (1976-1983), las matanzas a árabes cristianos en Sudán. Y esto no es todo. Sólo lo que viene a mi memoria en este momento.
El genocidio.
Todo genocidio, generalmente, desnuda la macabra perversión de un líder y de un pueblo que llegan a la comisión del crimen. Existen tres patologías que cada uno que intente analizar el genocidio debe siempre tener en cuenta:

- La patología del líder de la operación macabra.
- La patología social que involucró en forma masiva al pueblo genocida.
- La perversa y deliberada complicidad internacional.
Del líder de la operación Shoá, por ejemplo, cuyo nombre me cuesta pronunciar, no me extraña su actitud, porque se trata de un psicópata, de un inválido moral con una conducta proclive a la perversidad y al mal.
Pero sí, lo que me llama a la reflexión, es la actitud de un pueblo, que habiendo acunado a genios de las letras, de la pintura, de la música, de la filosofía, de la ciencia, tuvo máximos exponentes de la cultura prosternados de rodillas ante los jerarcas del horror. De un pueblo que se doblegó.
Los manipuladores de la cultura de masas no tienen apuro. Trabajan para el largo plazo. Domestican a los niños y adolescentes. Si no, léase el contenido de los juegos electrónicos, los instructivos impartidos a los balillas de Mussolini; a los niños y adolescentes de la Alemania nazi. Todos los eslabones de los poderes que magistralmente describiera Michel Foucault (1926-1984- “Locura y sociedad” y otros escritos), estuvieron y estarán listos para deformar la conciencia de los pueblos.
Y la tercera patología, cuyo alcance siempre estuvo debatiendo en mi conciencia, es la complicidad internacional. La complicidad de la “democracia occidental y cristiana” como siempre le gusta autocalificarse, que cerró los ojos e hizo oídos sordos a lo que se sabía de la “solución final”.
La complicidad
No fue una omisión involuntaria sino deliberada. Occidente toleró y armó al nazismo, al precio y con la expectativa de que Alemania demoliera a la Unión Soviética. Al precio de que Alemania hiciera en el Este la guerra sucia que Occidente necesitaba para consolidar su Imperio. El otro partícipe es, sin duda, el Vaticano. La Santa Sede indirectamente fue cómplice con el Holocausto y no lo exculpa el que diera salvoconductos a judíos prominentes, porque también se dieron a jerarcas nazis que se ocultaron en América al finalizar la guerra. Hoy ya es sabido por todos.
Avergüenza la justificación que el papa actual, Benedicto XVI, diera del silencio de Pacelli frente a los hechos del Holocausto. Dice, que Pío XII, “actuó con frecuencia de manera secreta y silenciosa, porque a la luz de las concretas situaciones en aquel momento histórico, intuía que sólo de ese modo se podría evitar lo peor y salvar a la mayor cantidad posible de judíos”. Por esta declaración pareciera que la Shoá no fue lo peor y que sesenta millones de víctimas no fueran suficientes para hablar.

Silencio cómplice.
El silencio frente al horror de quien tiene la palabra y se adjudica la representación de Dios en la tierra, lo convierte en cómplice de la perversión humana.
Santa Catalina de Siena, la religiosa italiana del siglo XIV, apostrofó a los obispos de la época, con una sentencia audaz: “Por su silencio, hay corrupción”. Eso fue en el siglo XIV. Hoy, siglo XXI, al gran rabino de Haifa, Shear Yashuv Cohen, no le tembló la voz en el Sínodo Mundial de Obispos (2008), para expresar que Pío XII, “no debe ser tomado como modelo y no debe ser beatificado, porque no levantó su voz ante la Shoá”. Otra vez por el silencio, hay corrupción.
En el “Leviatán”, la obra de Thomas Hobbes, filósofo inglés del Siglo XVII, menciona la frase “Homo homini lupus”, “El hombre es un lobo para el hombre”. En realidad la frase es de la autoría del comediógrafo latino Tito Marcio Plauto del año 254 antes de la era común, referida en su obra Asinaria y no está completa porque Plauto dice: “Lobo es el hombre para el hombre y no hombre, cuando desconoce quién es el otro”. Esta segunda parte, “y no hombre, cuando desconoce quién es el otro”, es la clave para interpretar el substrato de la perversidad humana. Quien quiera redimirse debe asimilar el alcance de la frase de Octavio Paz: “Para que pueda ser, he de ser otros, salir de mí, buscarme entre los otros.”
En tanto, y desde que de la infancia nos inculquen que yo soy todo y no parte, estamos perdidos. Y esa ha sido la cultura de los tiempos. Y no intentamos cambiarla. Lamentablemente, de esa manera, el mundo seguirá cultivando la semilla de la destrucción y de la muerte.
A nosotros nos queda sólo pedir perdón por lo que dejamos. No hemos hecho nada. Sí hizo Irena Sendler (1910-2008), “El ángel del Gueto de Varsovia” (una justa de la humanidad, por sus buenas acciones bajo la ocupación nazi), quien dijera: “Podría haber hecho más y este lamento me seguirá hasta el día en que yo muera”. La enseñanza nos la dieron los muertos.

Discriminación racial.
Es increíble que en pleno siglo XXI, existan mentes obtusas enlodadas con la idea de la discriminación racial, cuando la biología molecular demuestra que el patrón genético de toda la especie humana es uno y sólo uno. No existen razas humanas. Existen etnias y culturas. El mismo código genético para un judío, un cristiano, un etíope, un maya.
Y para la especie humana que se ha apropiado de la tierra, la ha usurpado, la desbasta y la devasta, de lo que tarde se arrepentirá, hay que recordarle que el hombre y el chimpancé comparten el 98,6% de los genes. Que no sea esa miserable diferencia, 1.4% respecto del chimpancé, lo que nos hace perversos. Peores que el chimpancé.


Enero 2011 - Shevat 5771
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