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Salina del indio
Por Isaias Leo Kremer
Se hacía difícil avanzar contra el viento, soplaba fuerte desde la Pampa hacia el mar, la arena castigaba el rostro llenando nariz y orejas como queriendo ahogar todo aliento humano.
Con la boca cerrada y la cabeza gacha encaré el tramo de médanos que me separaban de la "salina del indio".
Ya nada quedaba de la laguna que me brindara tanto placer cuando era niño, el constante soplido de los vientos secos durante 6 meses, más las altas temperaturas del estío, habían acabado con ese líquido espeso que otrora desbordara las riberas borrosas, en las que mis pies de infante se hundieran, allá en mi lejana niñez.
La salina en cuestión, estaba en el límite de nuestro campo y era excursión obligada en las largas tardes de verano en las que podía llegar a ella a caballo
Desmontar silencioso y quedarme esperando la llegada de martinetas (perdices), ñandúes (avestruces), peludos (mulitas), bandadas de avutardas (gansos salvajes), algún zorro colorado y hasta alguna puma hembra con sus cachorros que no me inspiraban miedo alguno.
Solía recorrer sus márgenes soñando aventuras nunca concretadas, o imaginando futuros que tampoco se darían en la realidad.
Cada tanto, algún pedazo de piedra trabajada o alguna "bola de piedra", me indicaban restos de indios y eso ya era suficiente para alimentar mi fantasía durante muchos días y cubrir los ensueños de mis siestas, bajo un algarrobo gigante a cuya sombra solía "descabezar" un sueñito.
Por las noches no me hubiese animado a llegar hasta la vieja salina, los relatos de los paisanos con respecto a que se trataba de un viejo cementerio de indios, más la presencia de la "luz mala" sobre sus aguas, eran motivos más que suficientes para evitar algún paseo nocturno por sus alrededores.
Todo eso ya era pasado y recuerdo, estuve muchos años alejado del lugar y pese a trabajar el campo circundante, no tenía tiempo para "paseos tontos".
En realidad, había ido suprimiendo de mi vida esos mágicos momentos de contemplación "per se" y a los espacios dedicados a la fantasía, los había llenado con cálculos de rendimientos, ganancias o pérdidas, es decir "me había civilizado" como los demás.
Quizá fue la angustia por un año difícil en el que la permanente sequía arrasaba los cultivos y las esperanzas del chacarero, obligado a "capear" el dolor por el esfuerzo malogrado, lo que me llevó a recorrer los potreros.
Evaluando el desastre y con algún espíritu masoquista de mi parte, paré el motor del vehículo con el que circulaba y decidí cruzar nuevamente el médano, para llegar a la vieja salina donde retozara en mi lejana niñez.
La zanja que antes aportaba el agua de lluvia estaba totalmente seca, sólo estaba la hendidura en la roca madre, que cual fea cicatriz se prolongaba rugosa hasta un lecho seco de blanca sal mezclada con tierra.
Sobre la misma volaban los "cardos rusos" en mágica danza, llevados por el pampero o por el viento cruzado del mar; como nosotros, pensé, sin rumbo fijo y sometidos a los caprichos del destino que nos revolea para donde se le antoja a lo largo de nuestra vida.
Sobre la sucia sal se amontonaban los cardos, aquí y allá alguna bosta reseca señalaba el paso de algún animal montaraz.
Entré pisando a tientas por si no hubiera "piso" y pudiese tragarme la salina pero estaba firme, caminé hacia el centro de la misma entre blancas osamentas apuntando al sol. Una vez en medio del estero seco, miré en derredor y el triste paisaje patagónico me pareció más triste aún al divisar los otrora coposos algarrobos tendidos sobre la tierra, con sus raíces apuntando al cielo, cual dedos de una suplicante mano preguntando ¿por qué?
Caminé sobre la sal pese a que el viento la llevaba a mis ojos semi cerrados, cada tanto reconocía algunos huesos descalzados de su lecho.
Me produjo gran temor el reconocer muchos de los restos como de seres humanos; junto a los huesos hallé puntas de flechas y de lanzas.
También bolas de "las tres marías", que a algún guerrero pampa habrán acompañado hasta su última toldería.
Me sentí irrespetuoso pisando el lugar y me dirigí con prisa hacia el caído gigante que tantos años atrás me protegiera con su sombra y hoy yacía con sus secas raíces llorando al cielo.
Una vez sentado a su "no sombra", recordé que cuando era niño me llamaba la atención por sus numerosas marcas hechas "a facón" o con calentados marcadores de vacunos.
Me habían explicado que ese puesto había sido una posta del camino de "las carrindangas" y que el lugar servía para repostar tropa y abrevar la caballería.
Lo que nadie pudo explicarme, era por qué algunas marcas semejaban letras hebreas, pero también podía ser que yo, a la sazón un niño, no supiera identificar las señas o que hubiera cargado a las mismas una buena dosis de fantasía infantil, de la cual nunca carecí.
Me sentía como Jonás a la sombra del ricino, cuya sombra D"s le quitó de la noche a la mañana motivando la protesta del profeta.
Yo estaba igual, sentado en la tierra, con mi espalda apoyada en el grueso y caído tronco, mientras contemplaba innumerables cuevas de cuises, mulitas y vizcachas, que pasaban ahí su vida, esperando el crepúsculo para emerger a la superficie.
Después de un lapso más o menos prolongado hablando conmigo mismo y pensando cosas sobre el lugar que hollaran mis pies.
Decidí levantarme y emprender el regreso, di la vuelta al gigante caído y mi pié tropezó con un objeto semi enterrado, haciéndome caer dando con mis manos sobre unas secas zarzas que me llenaron de espinas y abrojos.
Al levantarme para seguir mi camino, miré con qué había tropezado y ahí comenzó una larga cadena de sorpresas sin fin.
Aparentaba ser la punta de una caja cerrada, de madera dura de ñandubay, con tablones clavados con largos clavos de hierro; quise desclavarla pero la falta de herramientas y una pala para sacar la tierra, me hicieron desistir del intento.
Además, se estaba ocultando el sol y tuve miedo de estar solo en el lugar, porque había comprobado que efectivamente había sido un cementerio de indios.
Por eso me alejé rumbo a la camioneta que estaba detrás de los médanos, dejando la empresa para el día siguiente cuando regresaría con más elementos.
En los dos días posteriores hubo un intenso temporal de viento, así que recién al tercer día decidí volver a la salina provisto de elementos.
Comencé a desenterrar la caja, con más miedo por la irreverencia que por curiosidad. Sobre el medio día logré mi cometido, con dos barretas fui separando las tablas, al levantarlas se agregó otro misterio a los muchos que conozco y que nunca podré develar totalmente.
En la caja había restos humanos lo cual era de esperar, pensé en algún "milico" muerto en un enfrentamiento con la indiada o en algún gaucho renegado.
Pero los restos de un manto amarillento, me hicieron dudar, con mucho cuidado moví con una ramita los restos
óseos y cerca del cráneo, también envuelto con restos de un trapo blancuzco, apareció frente a mis ojos un libro de tapas marrones gastadas por los años. Levanté la cubierta del mismo y pese a lo amarillento de las hojas, pude leer en sus letras cuadradas Etz Jaim (árbol de vida).
Tomé el libro con unción, volví a poner las tablas y eché unas paladas de tierra sobre el féretro, no sabía bien qué es lo que hacía, creo que no podía pensar.
No sabía como llegar hasta la camioneta y luego a mi casa, sólo sabía que había develado un misterio, pero ignorando a ciencia cierta de qué se trataba.
Al llegar a casa, hojeé el libro con mucho cuidado pues sus páginas, a pesar de estar intactas, se deshacían al tocarlas.
No tenía anotaciones visibles excepto un nombre, pero por la portada me enteré de que estaba escrito en Varsovia en 1824, lo guardé cuidadosamente con un envoltorio de nylon y lo puse junto a los viejos libros de mi abuelo, con la seguridad de que no desentonaría ni se sentiría ofendido por los compañeros.
Con mil probables imágenes danzando en mi cerebro, decidí consultar a alguien que podría asesorarme con respecto al hallazgo, y fue por eso que tomé la decisión de visitar a la vieja "Cayul".
En las afueras del pueblo ,donde las chacras se hacen monte de piquillín y chañar, estaba el rancho de la vieja, con algunas paredes de adobe sin revocar, un techo de troncos atados y cubiertos con "paja vizcachera" y barro seco, en el que también se veían viejas latas oxidadas, algún neumático viejo y dos horquillas de parva.
En el patio, huesos desparramados junto a desperdicios que fermentaban al sol, algunos cueros estaqueados para "sobar tientos" o hacer "quillangos" (alfombrados de cuero crudo), unos cuantos "aperos" y un viejo sulky con las lanzas apuntando al horizonte.
En el portal de la baja puerta, una anciana me estaba mirando, pese a que no veía bien me reconoció y con un ¡juiráh!, hizo callar a los numerosos cuzcos flacos que amenazaban con prenderse a mis pantorrillas.
Al acercarme a ella ,pude observar su rostro surcado de innumerables arrugas, los ojos oscuros debajo de una cabellera blanca de pelo grueso y abundante, con la expresión arisca que suelen tener los pampas. Sin el menor atisbo de mansedumbre o resignación que es tan común observar en otros miembros de su raza, especialmente en el norte del país
Esta mujer mayor, sabía que si se la buscaba era porque se la necesitaba.
Se decía que era comadrona, curandera y que poseía otras virtudes, pero de alguna manera "supo" que yo no iba a "curarme el empacho" o a pedir por una parturienta, así lo deduje por la profundidad de su mirada que veía "algo más" de lo que vemos los hombres comunes.
Me hizo pasar al interior del rancho y un fuerte olor a encierro y cueros hirió mi nariz, la mujer acercó una pava tiznada a la hornalla de la cocina a leña (otra no vi) y de espaldas a mí, mientras "ensillaba unos amargos" me dijo:
Así que anduviste curioseando en la salina! , lo cual me tomó por sorpresa pues no había hecho comentarios al respecto, o quizás sí lo hice y no me di cuenta de ello.
Le dije que sí y mientras me cebaba mate con una yerba fuerte y con un resabio de alcohol que se sentía en la bombilla, le conté a grandes rasgos mi hallazgo, le pregunté si ella querría y podría aclararme el por qué de lo que había encontrado.
La vieja se tomó su tiempo para responder, cosa común entre los indígenas que a veces se resisten a contestar directamente; parecía estar recorriendo los vericuetos de su memoria y luego me dijo ¿para qué querés saber?.
No sé qué neurona movió mis labios e hizo vibrar mis cuerdas vocales, pero respondí algo sobre el haber hallado a un hombre de mi tribu a quien debería honrar aún después de muerto.
Se ve que la respuesta fue de su agrado pues tomó una botellita de alcohol, le echó un poco al mate, luego vertió el agua caliente (yo quedé excluido de esta cebadura), tomó un largo trago y mirando fijo a mis ojos asustados, comenzó a narrar su historia:
Fue hace ya muchos años, la tribu de mis mayores había sido vencida por los "chaquetas azules", pero más que por ellos fue vencida por el alcohol y los renegados.
De a poco se nos fue empujando de los buenos campos en los que antes vivíamos libremente; fuimos confinados en las así llamadas "reservas", soportamos todo con humildad y resignación mientras pudiésemos comer y criar a nuestros hijos.
Pero a los milicos los sucedieron los gauchos, éstos cazaban la hacienda cimarrona que era nuestro sustento; no lo hacían como nosotros para comer, sino que sacaban los cueros y dejaban el resto para " festín de los caranchos", de esa manera fue mermando la hacienda chúcara con la cual nos alimentábamos.
La falta de comida, el cólera, el tifus y otros regalos de "los cristianos", obligaron a los hombres que quedaban a "malonear" para sobrevivir, no era el estilo de los pampas , pero se vieron obligados a ello pues no les quedó otro recurso.
En una de esas maloneadas, se llegó a un rancho pobre, en el que se degolló a algunos y se cargó con todo lo de valor que pudiese haber, también se llevaron a una pequeña niña, ya que la mujer podría servir para parir y criar "guaguas" y los bravos pampas necesitaban compensar las pérdidas que provocaban el alcohol y las enfermedades.
La niña fue criada como una hembra más de la tribu, la vida siempre fue difícil para los pampa, fuesen hombres o mujeres, y el caso de esta pequeña, no fue distinto al de otras cautivas llevadas a los toldos de los bravos.

Qué podría recordar de la vida la sufrida María Huenchullán?
Para ella todo era hambre y miseria, parir y criar "guaguas" que por ahí algún estanciero acomodado llevaba como "criaditos" a su campo, sentir el gélido frío del invierno, reforzado por los implacables vientos penetrando por entre los toldos "tobianos" de las tiendas o por las caídas paredes de adobes.
Desde temprana edad, varios hombres dieron calor a sus noches, primero fue Huenchullán quien la había traído a los toldos. Después otros pampas o gauchos renegados, que se arrimaban a ella curiosos ante su tez blanca y cabello fino, pero ninguno le aportó ternura a la difícil vida de esa pobre mujer.
Sólo el dios de los sueños aportaba momentos de remanso a su torturada mente.
Las imágenes de una niña jugando en un espacio cerrado, cálido y limpio, volvían recurrentes dibujando en su rostro dormido una plácida sonrisa, que moría violentamente al despertar a la realidad amarga y dura, sin calidez ni protección alguna como disfrutara en el sueño.
Antes de partir Huanchullán a la cordillera de donde nunca regresó, dejó a la mujer un libro como el que usan los cristianos y un poncho amarillento, que si bien no brindaba ningún abrigo a la cría, fueron guardados por María ya que el indio le aseguró que a ella le pertenecían.
En alguna imagen nocturna, creyó ver el fino manto cubriendo el cuerpo y el rostro de un hombre que sostenía en su mano el grueso libro.
Esa escena, pese a resultarle desconocida, no la sintió ajena y le pareció provista de una extraña ternura, fue por eso que ambos elementos la acompañaron en su pobre "mono" (bulto ,fardo) que conociera el
destino de los indios y después el de las "fortineras" que acompañaban a la soldadesca nómade.
Por fín, acompañando a un grupo de soldados criollos e indios "mesturados" (mezclados), sus huesos jóvenes aún pero cansados, fueron a parar a la vieja salina.
Allí, un puesto para las caravanas de colonos y viajeros, unos corrales grandes para la caballada y la fuente de agua próxima, fueron suficiente motivo para "sentar querencia" (afincarse) en el lugar y ahí quedó la doliente, con sus días de penas sin mengua y sus sueños de paz sin motivo.
Solo le quedaba esperar que el hambre no volviera a acosarla, que sus pequeños hijos pudiesen sobrevivir hasta el día en el que el gran espíritu la llevara junto a él.
Pero la vida a veces nos da sorpresas jamás imaginadas, y algo de esto le paso a la india de apergaminada piel blanca y cabellos finos.
Don Juan Manuel de Rozas era ya un mocetón mayor, lejos habían quedado sus años de muchacho en los campos de la familia.
Pariente del gran restaurador por quien llevaba su nombre, había conocido épocas de gloria en vida de sus padres y del gran caudillo.
Aún recordaba las grandes reuniones de sus mayores en la casa del patriarca, los ponchos colorados, las ropas brillantes, los bailes y los candombes de los mulatos, aún hoy poblaban sus retinas y sonaban en sus tímpanos.
Evocaba a la madre del caudillo recorriendo con su charré (carro) las viviendas pobres los días viernes por la tarde, entregando algo en cada rancho, a unos algún fardo de lana, a otros unos pares de alpargatas. Alguno recibía una bolsa de harina y otro carne charqueada; lo único constante y seguro era el recorrido que hacía semanalmente, lo iniciaba en el gran casco y lo terminaba ya de noche, con los caballos cansados y el charré vacío.
Los sábados por la tarde, era obligación para toda la "parentela" ir hasta la casa del "TATA" mazorquero, quien invariablemente repartía su bendición a los "chavales" de la familia, y éstos se retiraban al caer el sol, con la sensación de estar protegidos contra todos y ante todos con esa bendición del "tata".
Había pocas visitas a la parroquia, ya que el caudillo tenía "ojeriza" a los jesuitas a quienes acusaba de "unitarios". El joven Juan Manuel no entendía mucho de eso, pero le agradaba poder disponer de los domingos para prenderse en alguna "pialada", o en una carrera de sortijas que, inevitablemente, terminaban en suculentos asados y pesadas borracheras.
Después la guerra civil, el enfrentamiento entre hermanos, la caída y el exilio del "tata", que hicieron caer su mundo sin preocupaciones, hasta por su nombre era un paria para los nuevos dueños del poder.
Eso lo llevó a andar sin echar raíces en las tierras de su padre, donde numerosos hermanos mayores administraban y ostentaban los blasones familiares.
La carrera militar le pareció una buena alternativa y hacia ella encaró su vida; el país estaba creciendo y las fronteras se expandían, empujando a los salvajes más y más hacia los límites.
Esa fue su vida, campañas interminables en pampas infinitas, en desiertos sin fin y llamas contra el horizonte, batallas sin gloria, triunfos sin festejo, para después tender los cansados huesos en inmundos jergones de dispersos fortines, a lo largo de un país demasiado grande para tan pocos.
En uno de los pocos regresos al terruño, su padre ya anciano, lo recibió cual si fuera la última visita de alguien largamente esperado.
Después cenaron en silencio, a lo que él estaba habituado por sus largas noches de soldado, bajo la luz de tantas y tantas estrellas silenciosas en el firmamento infinito.
Repentinamente, su padre se le acercó y como tantas otras veces, comenzó a relatarle los orígenes de la familia, la llegada, los sacrificios, las luchas y los logros.
Pero esta vez, quizás al amparo de la intimidad entre padre e hijo, fue más lejos para sorpresa del desprevenido Juan Manuel.
Le confió que sus verdaderas raíces eran de la familia del Redentor y de la santa madre, ya que a esa familia y a esa fe pertenecían desde tiempo inmemorial. Al hijo le pareció una expresión metafórica propia de su padre, pero éste, presuroso ,le aclaró que no se trataba de una expresión sino una realidad histórica, ya que sus abuelos practicaban en secreto la "verdadra fé", tal como la entendieran Jesús, José y María, lo cual no hizo más que confundir al atónito soldado.
A continuación, el padre le recordó las actitudes del restaurador y de su madre, diciéndole que éstas tenían un sentido definido, que pensara en ellas y que con el tiempo las comprendería en toda su dimensión.
El hombre mayor fue hasta un oculto anaquel del cual sacó un cuidado envoltorio, lo desplegó ante su hijo y apareció un viejo manto con franjas, un libro con letras inentendibles para ambos y una llave de hierro pertenciente a ignoto portón. Le entregó los objetos, pidiéndole que los cuidara y guardara celosamente, con su vida si fuera necesario, pues era la herencia de sus mayores y se la entregaba sólo a él, por considerarlo poco apegado a los bienes terrenales y porque quizá, algún día, les encontraría sentido o hallaría a alguien que los pudiese interpretar.
El soldado se alejó nuevamente de la casa de sus padres, nuevos emprendimientos contra el indio y los gauchos matreros, le hicieron olvidar el cuidado envoltorio, que impávido dormía en el viejo arcón de campaña que lo acompañara por numerosas plazas fortineras.
Hasta que, crecido el hombre y ya blanqueando sus sienes, lo hastío el constante deambular, el olor a sangre y sudores, la bulla de la soldadezca; por ese motivo decidió establecerse en un lugar fijo, con alguna ocupación sedentaria, lejos del fragor de los combates y de la gloria sin laureles.
La posta de la "Salina del Indio" le pareció un lugar tan bueno como cualquier otro, estaría alejado de las intrigas políticas y/o militares.
El trabajo era tranquilo, los días largos y serenos; no tardó mucho en levantar un rancho cómodo, donde repostaban las caravanas y tuvo, después de muchos y ajetreados años, un poco de paz en su vida
La india María Huenchullán comenzó a llegarse hasta el rancho de Juan Manuel y los trabajos de limpieza que realizaba, eran compensados con alguna ropa, un trozo de carne, o algún abrigo para el invierno que pudiera mitigar el intenso frío de las tolderías.
Al cristiano le llamaban la atención los rasgos y la piel de la india, pero conocedor de numerosas y tristes historias de cautivas no osaba preguntarle.
Por otra parte, él dedicaba sus horas de ocio a numerosos libros que, durante su época de soldado no leyera o no prestara atención.
En una ocasión en la que la mujer estaba aseando el rancho, el hombre hurgó en su arcón militar con el fin de hallar alguna prenda de abrigo que pudiera regalarle y encontró el cuidado envoltorio.
Sólo por curiosidad, volvió a desplegar su contenido sin percatarse de que María estaba con la mirada fija en sus manos.
De pronto, un grito visceral partió de los labios de la mujer, quien sin dar tiempo a reacción alguna, saltó hasta la puerta y salió disparando, cual si fuera perseguida por algún demonio.
Regresó temblando, traía "sus tesoros" en sus trémulas manos, los puso al lado de los que desplegara Juan Manuel y se miró con éste, chocando su mirada inquisidora con la del hombre que tampoco tenía respuesta ni explicación.
Allí estaban los dos libros de lectura imposible y letras desconocidas pero, idénticas en uno y otro texto y los dos mantos.
Hermanados en su vejez y en sus características, ante los rostros de dos seres humanos ignorantes del sentido de las coincidencias.
Con el tiempo, María Huenchullán se fue a vivir con Juan Manuel, atendió su casa, calentó su cama, acompañó sus noches y veló por él como una madre solícita ..
El halló, en el regazo de la "india", el calor y la paz que largos años de vagar solitario no le dieron.
Frente a ellos, los objetos guardados por ambos los contemplaban desde la repisa del hogar, obedeciendo vaya uno a saber a qué guiño secreto realizado entre las fuerzas de la tierra y del cielo.
Terminó el relato la vieja Cayul, un profundo silencio llenaba la pequeña sala de paredes tiznadas, yo no podía emitir sonido.
Algo presionaba mi garganta y gruesos lagrimones empezaron a correr por mis mejillas de hombre grande.
Mientras la anciana se levantaba y volvía a calentar la negra pava sobre las brazas, me siguió diciendo: Volvé a la salina del indio, a pocos metros encontrarás otro cajón de ñandubay con los objetos guardados por Don Rozas.
Tanto él como María Huenchullán se llevaron con ellos sus tesoros, después de vivir juntos durante muchos años sobre esta bendita tierra.
Volví a la "salina del indio", el día era muy ventoso y la arena dañaba mis ojos, me sentí profanando el lugar, pero pese a ello llegué hasta el viejo árbol caído.
Cual si me hubiese estado aguardando, a pocos metros del anterior estaba la punta dscalzada del segundo féretro; pese a mi temor por lo que estaba haciendo, decidí desclavarlo y efectivamente encontré lo esperado junto a restos óseos.
Extraje el envoltorio y presuroso cerré el cajón y nuevamente lo cubrí con piedras y arena.
Caminé hasta la camioneta y traje unas bolsas con tierra negra y fértil, misteriosamente el viento se había aplacado totalmente. Apisoné la tierra, coloqué sobre cada montículo un gajo de algarrobo nuevo, les puse una guía y les eché unos bidones de agua.
Pienso que algún día esos árboles crecerán, sus ramas por arriba y sus raíces por abajo y se entrelazarán.
Los restos de María y Juan Manuel ayudarán a nutrirlos y volverán a unirse las savias en una, como alguna vez fue una sola la sangre hebrea que los originó.
Terminé mi obra y estaba friolento, a la manera sureña saqué mi petaca de bebida fuerte y me dispuse a "calentarme por dentro", recordé el modo indio y vertí un poco a la sedienta tierra, para que también reciban calor los que en ella están.
Después tomé largos tragos pensando en María Huenchullán y en Juan Manuel, hubiera querido hacerles saber que yo puedo leer sus libros.
Que puedo explicar el por qué de los mantos y de la llave del ignoto portón, que seguramente fue de una casa abandonada de prisa por viejos hebreos o marranos, que siempre soñaron con volver a España y no lo lograron, ni ellos ni sus descendientes.
Lamentablemente no tenía a nadie a quien relatarle lo que sabía, estaba en un lugar poblado por cadáveres desde hacía mucho tiempo. Igual dije mi oración fúnebre, por si alguien, en algún lugar del cielo o de la tierra pudiera oírme y me quedé en paz.
Retorné una vez más al rancho de la vieja Cayúl, la vi más erguida que antes pese a su avanzada edad, a la luz del día noté que su piel no era tan oscura ni su cabello tan grueso, pero no hice comentarios pues sus oscuros ojos estaban clavados en mí.
No sabía si contarle todo lo ocurrido pues algo en mí me decía que ella lo sabía.
Le pregunté si quería quedarse con los libros y los mantos pues no me pertenecían, me respondió que si yo podía amarlos y entenderlos, míos eran y que me los quedara.
Cuando salí por el bajo portal, la vieja Cayúl me dijo con cierto tono de mandato: "Cada vez que puedas date una vuelta por la Salina del Indio!"
Eso trato de hacer y cada vez que recorro el campo, me llego hasta el médano y desde esa altura contemplo la salina que de nuevo tiene algo de agua y en su blanca ribera, dos ejemplares de algarrobo, nuevos y sanos, crecen firmes y erguidos apuntando al sol, mientras que sus ramas ya se tocan cuando las mueve la brisa.


Junio - Julio 2009 Sivan - Tammus 5769
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