LA VOZ y la opinión


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El poeta que vive en todos nosotros:
Héctor Yánover

Por Moshé Korin
A tres años de su fallecimiento quiero en esta nota recordar a un poeta y librero, librero y poeta tan querido por todos nosotros, un hombre que sigue vivo en nuestros afectos, en nuestros corazones y también en nuestras lecturas. Un hombre que se marchó en octubre de 2003, cuya ausencia es muy sentida, pero que nos ha dejado tantas lecciones, ese hombre de pícara sonrisa y amable trato, con el que en tantas jornadas he mantenido memorables conversaciones en su librería es, como los lectores lo están intuyendo, el gran Héctor Yánover.

Exilio
Nació en 1930 en un pueblo serrano de Córdoba, Alta Gracia. Criado en el pueblo San Martín, de origen muy humilde, junto a su hermana Sara quedaron huérfanos a corta edad. Héctor supo desde temprano lo que es ir a ganarse la vida, y haciendo un gran esfuerzo, durante el día trabajaba de cadete en modestas tiendas de barrio y de noche iba al Secundario Comercial.
Fue un gran lector desde la adolescencia, y leyó —con timidez justificada— sus primeros versos en la cordobesa “Biblioteca Juventud Israelita”. Nos cuenta en su último libro “El regreso del librero establecido”, en una bella página denominada “exilio”: “Me vine a Buenos Aires dejando infancia y amigos. Tenía que ser buscador de la raíz por la palabra. Debía escribir. Y entonces me hice poeta, y me exilié de casi todos los hombres”.

Agradecido
Su argentinidad, su manera de vivir el hecho de la identidad nacional, se refleja en estas frases de agradecimiento al abuelo que de muy lejos vino a instalarse en esta tierra. Allí nos dice: “Cuando pienso en mi abuelo, me dan ganas de correr a besarlo. Yo nací en América gracias a él. Él me hizo argentino, quizás sin darse cuenta. Yo les puedo decir ahora que lucharon y se sacrificaron por mi, que es cierto que lo hicieron por mí, que no es un pretexto para justificar una vida. Yo les digo: duerman en paz, les agradezco y les agradecen mis hijos”.

Pensiones y bohemia
En sus años de juventud, no bien cumplida la obligación con el servicio militar, el joven Héctor —sensible soñador— llega a la gran ciudad: Buenos Aires. Aquí vive inicialmente en muy modestas condiciones, alojándose en pensiones que tal vez se correspondan con las que describe su admirado Héctor González Tuñón. Luego, un amigo suyo, Gerardo Pisarello (excelente escritor) lo acoge en su modesto departamento en la calle Santiago de las Carreras, y donde le cede una habitación.
Son tiempos en los que comienza a trabajar en una librería de la céntrica calle Corrientes, poblada entonces de excéntricos personajes que vivían la aventura de una vida bohemia. El joven Yánover ya va puliendo sus versos, que sólo conocen un puñado muy pequeño de sus amigos.

Rebeldía
Desde sus primeros años de marido y padre de familia no quería resignarse al mero rol de anónimo ciudadano. Hombre rebelde, tal como lo entendió Marcel Proust, también para él la literatura era su combate contra la opacidad de la existencia. En esta existencia no quería verse anulado. Era una época en que le parecían demasiado convencionales y exigentes los rutinarios modos de vivir en familia y hasta en la que con cierto rictus amargo, ironizaba contra sí mismo. Todavía soñaba con cambiar al mundo, se preguntaba incluso si no debería, como Buda, fundar una nueva religión. Todo se cuestionaba, toda era digno de una reformulación. Pero paulatinamente Héctor encontró en la familia, en especial por el gran apoyo de su esposa Olga, que la rutina puede también ser bella. Y que no posterga el afán de un poeta que bulle por dentro.

La mano del corazón
Con su novia, Olga Aisenberg, luego su esposa, el amoroso vínculo determinó una relación de más de medio siglo. Ella fue su compañera, esposa, amiga y consejera, y, sobre todo, su amada.
Todos recordamos hoy a Héctor junto a Olga en largas horas de librería, y, luciendo espléndidos a la hora de los estrenos teatrales, como por ejemplo en los del Teatro General San Martín. También —ya en los tiempos de la actual dirección de su Librería “Norte”—, cuando los ubicábamos conversando café de por medio en la confitería de la esquina, en Las Heras y Azcuénaga.
Héctor y Olga tuvieron dos hijos: Débora Rut (nacida en 1955) y Miguel Alejandro (nacido en 1957).
De la importancia que tuvo Olga en su vida, nos da cuenta el propio Héctor cuando le escribe la dedicatoria de uno de sus libros, donde leemos: “Para Olga. Porque hacia dónde iría la mano de mi corazón, si no estuvieras”.

Reencuentro
Su reencuentro significó también descubrir que la librería puede ser un auténtico modo de creatividad, y de vigorización literaria. Con el tiempo, se perfila su descubrimiento como un librero que convierte a la librería en un templo. Y, algo de trascendental importancia, luego de tantos intentos de fuga, comprendió que no necesitaba huir de las raíces judaicas, ni tampoco era menester fundar una nueva religión. Entendió que la tenía incorporada ancestralmente, y que sólo el reencuentro con esas raíces le brindaría la necesaria satisfacción espiritual. Y ése fue su reencuentro con el Judaísmo, del que en verdad, nunca se había ido.

Alta mar
De su biografía, hasta aquí ha trascendido muy poco acerca de su íntima, profunda y necesaria relación con su condición e identidad judías. En Héctor Yánover vemos —hasta nos lo revela en algún poema—un repetido intento de fuga que una y otra vez se diluye por su retorno al redil, más vigorizado que antes.
Su condición judía genera una atmósfera muy singular, y él mismo nos la define: “Así me crié como judío. Ésa es la herencia que recibí. La que pretendí sacudirme muchas veces y de distintas formas; la mejor, subirme al bote de la poesía y remar hacia alta mar”.
Y continúa, explicándonos a los lectores: “Tarea digna de un hombre. Y en esta tarea reivindico mi ser judío, como Ben Gabirol, como Yehuhda Halevy, como Alberto Gerchunoff, como César Tiempo, como Elie Wiessel. Como mis hermanos que escribieron los libros sagrados y me dieron un camino de comprensión hacia la palabra. Y cuando muera diré “¡Shemá Israel!”, en fidelidad a todos los hombres que sintiéndose llamados a ser uno, quisieron serlo en la eternidad de una sola palabra, la misma”.

Ahora
El don poético de Héctor Yánover difícilmente pueda ser reemplazado por nuestras prosaicas palabras. Por ello entendemos de utilidad, reproducir aquí las estrofas de su poema “Ahora” en las que nos dice —y proclama— con toda la claridad, la evidencia y la fuerza su sentimiento como judío.

¨Ahora quiero decir que soy judío
Y que asumo mi identidad hasta en
Sus réprobos.
Ahora quiero reivindicar a todos mis hermanos
Desde los que escribieron la Biblia hasta
Los miserables.
Ahora quiero levantar todos los colores de mis banderas.
Porque he sido todos hasta
Los perjuros.
Ahora quiero odiar a todos los que me odiaron
A lo largo de los siglos y no perdonarles
Sus traiciones.
Ahora quiero disponer como dispone el rey
Y sentirme hermano de mis hermanos y no ser más
El solo.
Ahora quiero llorar por todos mis muertos
Y por todas las injusticias y ofrecemos al odio,
El justo
Yo levanto en mi sangre, toda sangre.
Yo asumo en mi cuerpo todos los cuerpos,
Yo, el muerto”.

Como vemos, la hondura y la mística de un judaísmo que no necesita de formal presentación. Un judaísmo vivido a flor de piel y enraizado en la historia, que es parte indisoluble de la sustancia espiritual y poética de Yánover.

Hondas raíces
Alguna crítica ha dicho de él que en cierto modo sus temas y su inspiración lo acercan a la corriente neohumanista. Lo que en esencia y con toda evidencia es Héctor Yánover, ha de encontrarse en su devoción literaria, en su profundo y vasto conocimiento de la literatura de todas las latitudes, que es precisamente lo que lo ha llevado a ser un poeta de hondas raíces tanto afectivas como poéticas y un librero absoluto, esto es el mejor informante para el lector que pregunta y al que Héctor contestaba con la más exacta de las exactitudes. Sus clientes no eran sólo eso, sino amigos-clientes. Y todos le compraban, lo admiraban y hasta sentían devoción por él. Casi todos ellos eran también sus fervientes lectores.

Templo
Ya dijimos que Héctor Yánover hizo de la librería un templo. Y él mismo le atribuye esta condición universal, con su ya famosa frase “quien entra a una librería, entra a un templo”, que expone en el final de su obra “Memorias de un librero”.
Luego de sus iniciales tiempos de vendedor en una librería de la calle Corrientes, ya instalado con la Librería “Norte”, primero sita en la avenida Pueyrredón, a media cuadra de la Avenida Santa Fe; y, luego, en la Avenida Las Heras 2225, frente a un ojival edificio de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Buenos Aires —donde sigue aún abierta al público—, he tenido el gran gusto —diría el privilegio— de mantener largas conversaciones sobre libros y literatura con este hombre que desde su templo, irguió una enhiesta torre contra los tiempos rudos y apoéticos que pretendían envolvernos.

Vital y entusiasta
Asimismo, el múltiple e infatigable Héctor Yánover creó un nuevo género: una picaresca sobre el arte de vender libros. Escribió cuentos y ensayos, dio conferencias y recitales, grabó a los autores más relevantes, siendo muy reconocidas por la crítica sus discos literarios. Gracias a los mismos, hoy podemos —y podrán las generaciones que nos siguen— escuchar las voces de Borges y de Cortázar, de Neruda y Guillén, de González Tuñón y de Bernárdez, entre tantos otros. Y Yánover también condujo programas literarios en radio y televisión.
Vital, con un entusiasmo que nos contagiaba a todos, una pasión por los libros que tuvimos el honor de compartir, Yánover fue amigo culto de tantas personas y de importantes personalidades de la literatura y la cultura en general, haciendo también un culto de la amistad. Sus consejos, indicaciones, sugerencias y recomendaciones como librero sin par —recordando a los más memoriosos al inolvidable Manuel Gleizer—, nutrieron la savia de generaciones de lectores. Héctor Yánover fue también un excelente administrador, siendo Director de varias Bibliotecas Municipales, hasta ser nombrado Director de la Biblioteca Nacional, función de la que se enorgulleció, y de la que todos los argentinos nos sentimos orgullosos de tenerlo a él —¡¿quién más merecedor…?!— en dicha función.

Padres espirituales
La obra de Yánover estuvo centrada en la situación y el destino del hombre en la sociedad. De su vasta y calificada obra, podemos mencionar: “Hacia principios del hombre” (su primer libro, de 1951), la muy elogiada “Arras para una boda”, “Secuencia a la memoria de la paz”, “Elegía y gloria”, “Las iniciales del amor”, “Las estaciones de Antonio”, su admirable ensayo sobre Raúl González Tuñón (editado por Ediciones Culturales Argentinas, de la Secretaría de Cultura de la Nación), “Memorias de un librero”, “El regreso del librero establecido” (su último libro). El citado Raúl González Tuñón, como Rubén Darío y César Vallejos, como Pablo Neruda y Paul Whitman fueron a los que consideró como “padres espirituales” de su poesía.

El poeta
Podría pensarse que en ocasiones, el poeta se hallaba oculto tras el librero. Pero no, siempre el poeta tenía “una vida más…”. Hombre que sabía caminar las calles y la vida, experto en el trato y buen entendedor que como tal no necesitaba demasiadas explicaciones, Héctor Yánover pareció finalmente sentirse tan bien en el profano mundo cotidiano como en el alto paraninfo de la poesía. Sus poemas, sus cuentos y sus ensayos nos brindaban íntegro al hombre que combatía —como Proust— la opacidad de la existencia. Inteligente, talentoso y poeta de su propia vida, Yánover supo hacer de la literatura —especialmente de la poesía— una sacra versión.

El alma del bisonte
Es muy interesante la explicación que nos brinda Yánover acerca del arte. La grafica tomando como referencia aquellas iniciales pinturas rupestres descubiertas en las cuevas de Altamira. Nos dice que “los hombres que allí pintaron el bisonte querían apoderarse de su alma, para que cayera bajo sus lanzas”. Y sentencia: “Un arte que pretende menos que eso, no merece ser llamado arte”.
Como vemos, la vida y la poesía de Héctor Yánover fueron una partida de caza por el alma del bisonte, lo que no es poco.
Y qué mejor manera de ilustrar cómo Yánover sentía el arte, que reproduciendo un par de sus poesías.

a- ¨Viernes. La habitación surgiendo a la penumbra
Por el candil del rezo.
Mi abuela sobre los candelabros, inclinada,
Murmura un no se qué por nuestra suerte.
Mi abuelo lee
A la ciudad de la paz, Ierushalaim
Volverán, Jehová, tus hijos ateridos.
La alegría vendrá, el sol, la nueva vida
Ampáranos Señor, cuida a tus hijos,
Haya paz en mi mesa y en el mundo,
Haya paz,
Y ya huía a jugar a los bandidos”.

b- ¨Abran las puertas
Por el ancho camino de estas almas
Llegará su profeta y beberá su vino.
Al centro de la mesa familiar
Hoy de fiesta vestida recordando,
Elías llegará y beberá su vino,
Por los siglos crece y hace el recuerdo
Penar los días nuestros, guardar silencio.
Elianuvi llegará a beber su vino
Fue el candor de los niños que mantuvo
Entre sangre y adioses su destino.
Miradle entrar para beber su vino
¿Fue mentira el crecer y estar pasivos
cuando muerte y dolor era el camino?
Elianuvi entró y partió y bebió su vino¨.

Amor por todos
La poesía, debemos entenderlo, es un supremo y literario acto de amor. Y esto se refleja en Yánover con toda evidencia. Por ello es que nos dice en conmovedores versos: “amo a todos”, “me debo a todos”, “beso a todos”. También puede afirmarse que el romántico Yánover lo extiende todo a partir del amor y llegando al amor: “vengo del amor”, y “hacia él voy cantando”, ha escrito.

Un “Mench”
Héctor Yánover, a los 73 años —en verdad, no había envejecido porque siempre estuvo muy ocupado en tantas tareas— falleció el 10 de octubre de 2003. Difundir la lectura y el bello objeto que es el libro, fue uno de sus principales objetivos. Consejero preferido de muchos —adultos y jóvenes lectores—, hombre conversador y muy ameno, un poeta que recorrió Buenos Aires con sus pensadas caminatas y la supo amar desde sus más bellas estrofas, hoy seguimos leyendo su poesía y disfrutando de su obra. Y, quienes tuvimos la dicha de conocerlo y tratarlo personalmente, nunca dejaremos de recordar a esta gran persona, prototipo del “Mench” y amigo infrecuente que fue. Respetado, admirado y por todos querido (una Sala de la Biblioteca Nacional lleva actualmente su nombre), su pícara y cómplice sonrisa, la diáfana mirada de sus ojos celestes, el mordaz juicio y la estrofa bellamente recitada de Héctor Yánover nos acompañarán siempre. Y sabemos que todos quienes lo conocimos y tratamos, nunca lo olvidaremos, ya que es el poeta que vive en todos nosotros.




Noviembre Diciembre de 2007-Kislev-Tevet 5768
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