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Abdicación Papal en Turquía
Por Julián Schvindlerman
Quien haya visto favorablemente el discurso valiente que el Papa Joseph Ratzinger pronunciara en Alemania a mediados de septiembre, no podrá menos que sentir una gran desazón al observar el desenlace de su visita a Turquía de finales de noviembre. La claudicación política de Roma ante la moderna Constantinopla ha sido tan total, que a uno tan solo le cabe esperar que hayamos presenciado una efímera rendición de la diplomacia vaticana más que un dramático presagio de lo que será el papado de Benedicto XVI frente al Islam.

La visita del sumo pontífice de la Iglesia Católica a un país musulmán es un acontecimiento política y religiosamente relevante. Más aún si se trata de la primera visita de un nuevo Papa, y más todavía cuando ésta ocurre con el trasfondo de un clima ríspido entre el Islam y Occidente. El desarrollo de las relaciones entre dos grandes religiones que, en conjunto, abarcan alrededor de dos mil trescientos millones de fieles (nada menos que cerca del 40% de la población mundial) es siempre un asunto de importancia vital. La ansiedad universal con este viaje papal en particular tenía a su vez raíz en la inquietud a propósito de cómo sería recibido Benedicto XVI en una nación islámica a menos de tres meses de haberse él voluntariamente instalado en el centro de la tormenta interreligiosa al sugerir que había un vínculo entre la violencia y el Islam que reclama urgente atención. Pero la tensión inicial se fue disipando a medida que aumentaban los gestos conciliatorios vaticanos. Al expresar apoyo al ingreso de Turquía a la Unión Europea, al rezar en una mezquita histórica en dirección a la Meca, y al caracterizar al Islam como una religión de amor y tolerancia, el sumo pontífice ha sido sin lugar a dudas magnánimamente generoso, y con este sorprendente giro en U en su discurso, Ratzinger ha logrado revertir las aprehensiones suscitadas en torno a su supuesta intransigencia e incapacidad para conducir sensiblemente el diálogo interreligioso. Sin embargo, con estos mismos gestos, el Papa ha demostrado ser profundamente contradictorio, también.

El simbolismo nunca escapa a la diplomacia vaticana, y el discurso de Benedicto XVI en Ratisbona no ha sido una excepción, comenzando por la fecha misma (12 de septiembre de 2006), justo un día después del quinto aniversario de los atentados contra las Torres Gemelas en Nueva York. La alusión papal a un comentario de un emperador bizantino de antaño -según el clérigo Richard John Neuhaus- pudo haber querido sugerir que las fricciones entre el Cristianismo y el Islam no son nuevas. El discurso plasmó una preocupación justificada acerca de la realidad actual: el creciente secularismo en Occidente en oposición al creciente fanatismo religioso en el Medio Oriente. Este Papa ha sido un duro crítico del relativismo moral imperante en Occidente, y al contrastarlo con el dogmatismo férreo del Islam fundamentalista él estaba alertando, con total mérito, acerca de una debilidad interna occidental frente a un enemigo decidido e indiferente a toda restricción moral.

Las reacciones de unos y otros confirmaron la certeza de la reflexión papal: mientras que los musulmanes enardecidos cometían actos violentos para protestar la sugerencia indirecta (si bien brusca) entre Islam y violencia, los occidentales apaciguadores mostraron su falta de coraje moral al abandonar al líder espiritual del catolicismo en un momento tan crucial. Aclaraciones y correcciones se sucedieron en las semanas siguientes al polémico discurso, pero en ninguna ocasión Benedicto XVI se disculpó. Esta actitud dio lugar a especulaciones a propósito de futuros desarrollos en las relaciones entre el Catolicismo y el Islam, las que aumentaron a medida que se aproximaba el primer viaje de este Papa a un país musulmán. ¿Mantendría Ratzinger su postura de señalar las falencias del Islam radical, propiciando así un postergado debate en la contemporaneidad? ¿O cedería ante la presión internacional con la esperanza de evitar una mayor confrontación, fomentando así la ilusión de una falsa convivencia?

Al optar por la segunda de las alternativas, Benedicto XVI claudicó. Seguramente esto se ha debido más al aislamiento en el que se encontraba que a una decisión personal, y no debemos olvidar la responsabilidad compartida por este lamentable desarrollo de aquellos que eligieron la corrección política en lugar de la firmeza moral y crearon una atmósfera de presión irresistible. Pero independientemente de las razones, tal actitud tuvo consecuencias: al dar marcha atrás en sus pronunciamientos sobre la naturaleza del Islam, el Papa pecó del mismísimo relativismo moral que tan intensamente cuestiona. Después de todo, el Islam no puede ser una religión inhumana y violenta y amorosa y tolerante a la vez. Es menester señalar que pasos orientados hacia un genuino entendimiento entre las religiones y entre las naciones han de ser celebrados. Es solo que en la coyuntura presente, y con el trasfondo de un conflicto irresuelto, la visita papal a Turquía ha dado la impresión de que lo ceremonioso primó por sobre lo dolorosamente necesario.

Evaluada en la inmediatez del momento, puede que el Papa haya adoptado una actitud responsable -y quizás, la única posible, políticamente- en el contexto de un acontecimiento diplomático muy especial que demandaba un enfoque componedor. A largo plazo, empero, el precedente de un Papa indeciso y una diplomacia vaticana zigzagueante no contribuirá a insuflar determinación en el Occidente católico ni fortalecerá el poder de disuasión necesario ante un Oriente musulmán fanatizado.

Número 408
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