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Periódico Judío Independiente
¿Hacia un Oriente Medio democrático?
Por Julián Schvindlerman
Especial para Comunidades

En la Casa Blanca deben estar festejando, y con buenas razones. La política exterior estadounidense para el Medio Oriente cimentada en la promoción de la libertad y la democracia ha recogido importantes logros, manifestados en las exitosas elecciones presidenciales en Afganistán, Irak, y las zonas autónomas palestinas, elecciones municipales en Arabia Saudita, un inesperado anuncio egipcio de adopción del multipartidismo para las próximas elecciones, y una súbita reacción popular anti-ocupación siria y pro-democracia en El Líbano.

Ninguno de estos desarrollos deben ser minimizados. En una región históricamente desconocedora de sistemas de gobierno que no sean despotismos, imbuida de una profunda aversión anti-occidental, y altamente proclive a la fantasía política y a la autoindulgencia colectiva, es poco menos que milagroso el surgimiento de un –por ahora incipiente- despertar democrático integrador de valores y prácticas occidentales. Con la excepción israelí y turca, ambas naciones no-árabes, el Medio Oriente árabe había permanecido alarmantemente ajeno a la ola democratizadora mundial de los años noventa. Hasta ahora.

Demás estar decir que esta tendencia (si es que ya podemos usar el término) es resultado directo de la filosofía neoconservadora en Norteamérica así como de la fortaleza de las convicciones del presidente George W. Bush y de la firmeza con las que las ha aplicado a su política exterior. Las elites intelectuales del mundo libre habían universalmente caricaturizado a este idealista-realista de ser excesivamente parroquial, insufriblemente simplista, y peligrosamente arrogante. Sus nociones libertarias fueron repudiadas como parte de un ambicioso plan de Pax Americana global, sus discursos basados en sus principios y la claridad moral fueron reducidos a la extravagancia de un cowboy tejano ignorante, su insistencia en la necesidad de reforma política como preludio a la estabilidad regional fue descartada como algo fútil. Y sin embargo, en apenas poco más de tres años, empiezan a gestarse los primeros pimpollos de lo que el activista en derechos humanos egipcio Saad Eddin Ibrahim llamó la “primavera árabe de la libertad”.

Tan solo esperemos que a esta primavera democrática no le siga un invierno autoritario o fundamentalista. Claro que hay motivos de sobra para celebrar, pero con prudencia. Pues la democracia es una condición necesaria, pero insuficiente, para el advenimiento de la paz. Deberíamos estar alertas a tres aspectos que hacen al contenido, a las formas y las consecuencias.

En torno al contenido, tal como nos recuerda el escritor Carlos Alberto Montaner, mal empleada, la democracia puede ser autodestructiva, como cuando los italianos y los alemanes eligieron a Hitler y Mussolini respectivamente el siglo pasado. O, si no está acompañada de progreso social y económico, puede reavivar la nostalgia autoritaria de los gobernados. Ausente, a su vez, un verdadero estado de derecho, la democracia es una farsa. Pero si bien la democracia es un sistema de gobierno imperfecto, aún sigue siendo preferible a una dictadura. Winston Churchil famosamente captó esta verdad obvia al decir que la democracia era el peor de los sistemas, a excepción de todos los demás.

En lo que a formas concierne, deberíamos estar atentos a no confundir democracias verdaderas con falsas democracias en las que los adornos de la libertad ensombrecen las realidades del despotismo: elecciones libres pero ausencia total de una genuina cultura democrática, o de una vibrante sociedad civil, o de irrestricta libertad de expresión religiosa, política y sexual. No sea cosa que a posteriori la filosofía que avala la actual política democratizadora sea vituperada sobre la base de una deficiente implementación, en líneas similares al debate latinoamericano contemporáneo acerca del fracaso del modelo de libremercado como postulado económico cuando en realidad hubo una mala aplicación práctica del mismo en el terreno estos últimos 15 años.

Y en cuanto a las consecuencias, en la escena del Medio Oriente esto significa el riesgo del ascenso del islamismo al poder. Estuvo por ocurrir en Argelia en 1992, y aconteció luego en Turquía y Bangladesh. Tal como el comentarista Daniel Pipes señaló, en Irak las elecciones están llevando al poder a un islamista pro-iraní. Las elecciones en Arabia Saudita presenciaron un triunfo de los islamistas. El repliegue sirio de El Líbano bien podría resultar en un fortalecimiento del movimiento fundamentalista shiíta Hizbullah. En Egipto, los islamistas también podrían prevalecer en elecciones verdaderamente libres. Este escenario inquietante hace tiempo viene siendo debatido en foros internacionales y no hay demasiado espacio para las conclusiones fáciles. Pero de una cosa podemos estar seguros: la realidad global que produjo un Medio Oriente plagado de dictaduras ha sido bastante nefasta para la paz y la seguridad.

Ha llegado el tiempo de promover a escala mesooriental un sistema de gobierno benigno, imperfecto pero infinitamente más justo y libre que el totalitarismo pernicioso. La promoción de la democracia en el Oriente Medio no es un emprendimiento libre de riesgos. Pero tales riesgos lucen a priori menores que los riesgos que emanan de las dictaduras. Y en el análisis final, la promoción de la democracia es una misión política y moral más en consonancia con los valores del Occidente libre que lo que la tolerancia hacia el totalitarismo lo es.

Marzo de 2005
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