Artículos de la Cole


Mi traje de Bar Mitzvá
Por Leo Vigoda

Corrían los ’40.  Yo estaba por cumplir 13.
Mi mamá me llevó a “Becrom”, la sastrería -en esa época- de onda. Estaba en Corrientes y Larrea. Allí ella eligió el primer traje de pantalón largo para su barmitzve bujer, para que lo luciera en la trascendental ceremonia del paso a la mayoría de edad.
Azul eléctrico, cruzado, seis botones, rutilante y enceguecedor. Camisa celeste, rígida de tan almidonada, con ballenitas de celuloide. Corbata finita azul, con rayas amarillas. Parecía de Boca. Medias blancas, zapatos nuevos Guante, acordonados, a dos colores combinados, marron y blanco, bien de milonguero. Tales, tviln y iarmulke de Sigal, con funda de raso (azul 220 V, haciendo juego con el traje). ¿Qué menos para su groiser butz pero tan sheiner íngale?

Me tomaron la foto sepia con todos los adminículos puestos, con las orejas totalmente coloradas, apantalladas por el corte media americana, peinado con Glostora, apoyado en una columna de madera del afamado estudio de Schein & Bianchi. Se hicieron copias encarpetadas para envío a (y envidia de) los parientes de Eretz Israel, Brooklin y Tartagal. Todo lo mejor de lo mejor.

Continué mi ardua preparación con el lerer Mordejai Veisijvus. El lerer venía a casa sudoroso, con aroma a “Fun Di Zeklej”, y portando cansinamente su baqueteada valija de cartón marrón, donde guardaba los libros, medio pan Goldstein, un bursht con ajo acompañado de dos  o tres tzíbelej, y un paquete de pastillas de menta D.R.F. (que nunca abrió).
Mi hermanita y yo nos disputábamos el privilegio de ir al encuentro de su sapiencia en segundo término, cuando sólo restaba esperar su greps final.
Únicamente faltaba redondear mi discurso de circunstancias: “Joshuve fraint un umzistzike fresers, etc. etc.”, que iba a recitar luego de la ceremonia en el Shnaidersher  Shil de la calle Lavalle, al lado del Colegio Quintana, mientras los gerontes integrantes del minien  de las 7 a.m. engullían los knishes de papa y el leikaj –caseros, obvio- y agotaban el shnaps  de la tradicional  botella de ginebra Bols.
Concluido el tocante ritual, ya era yo un judío hecho y derecho.

Orondo, exultante, al día siguiente inicié mi travesía por la adultez.
En Plaza Once, cercana a mi casa, fui a comer mis amadas empanadas fritas en la Recova del Hotel Marconi.
Una, dos, acompañadas de moscato, y en la tercera, la fatalidad.
Había olvidado que ésas eran las que se llamaban “empanadas de pata abierta”, porque chorreaban la grasa veterana en que habían sido fritas. En la tercera de carne picante, obnubilado por los efectos del segundo moscato, bajé la guardia, mordí la empanada y saltó esa grasa hacia la solapa izquierda del flamante e inmarcesible traje azul  tsunami, casi al lado del bolsillo de donde asomaban las rígidas cuatro puntas almidonadas del pañuelo blanco.

¿Cómo podía volver a casa y enfrentar así a mi mámeniu, que con tantas privaciones y sacrificios (como ella decía) me había comprado ese portento de elegancia?
Regresé subrepticiamente, como un ratero. Por suerte, no había nadie.

Recordaba que mi hermana decía que las manchas aceitosas se quitaban absorbiéndolas con calor. Y mi hermana sabía. Vaya si sabía…
Armé la tabla y enchufé la plancha. Coloqué prolijamente la solapa del trágico saco azul eléctrico sobre la tabla y busqué, desesperado, papel secante (en esa época, la de la pluma cucharita y tinta azul, aún se usaba). Ante la ausencia de papel secante, reflexioné: buen sustituto será papel higiénico doblado tres o cuatro veces. Fui al baño: sólo restaba un trocito. Ni pude doblarlo. Lo puse prolijamente sobre la ominosa mancha, y encima la plancha caliente.
Estaba inquieto. No podía esperar un tiempo prudencial. Por eso, entretanto, aproveché para hacer alguna de mis otras tareas, todas ellas, a mi criterio, importantísimas…
 
El humo que invadía toda la casa me advirtió que algo andaba mal. Oy vey. La plancha ardiente había atravesado el papel higiénico, la solapa, el acolchado, la tabla, y cayó de punta al piso, dejando el fatídico testimonio de la incineración hasta en los listones de pino spruce.
 
Mi mame, en medio de imprecaciones en idish y lágrimas también idishes, amputó sin compasión las dos solapas y convirtió el saco en una especie de cárdigan (que nunca llegué a usar, aunque ella insistía).

Quedé traumado. Desde entonces las empanadas ya no son de mi predilección. Aunque sean caseras y cocinadas al horno.

Leo Vigoda, 2009
leovigoda@gmail.com

Mi traje de Bar Mitzvá
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