Artículos de la Cole


El Judaismo después de la Shoá
Del Testimonio al Silencio

Por Moshé Korin

Alguna vez Borges señaló que el sufrimiento humano no es acumulativo: lo que un individuo puede gozar y sufrir, marca el límite de lo que puede gozar y sufrir el conjunto de la humanidad. Cuando un hombre muere, muere con él un rostro irrepetible. La muerte de un hombre es la muerte de un rostro único, y con él mueren miles de circunstancias, miles de sueños, miles de recuerdos. La humanidad es un hecho demasiado abstracto; el individuo, desgraciadamente, no lo es. Las millones de muertes acaecidas en los campos de exterminio nazi constituyen un hecho aberrante y brutal. Sin embargo, quizá no sea su carácter estadístico lo más aberrante. Aun cuando se tratara de una sola muerte, la situación sería igualmente terrible. Con todo lo que nos horroriza, el Holocausto continúa siendo una abstracción capaz de ponernos medianamente a salvo de la experiencia de la infinidad de experiencias singulares transitadas en el Holocausto.
Recientemente, en nuestro medio han circulado dos filmes que tocan, cada uno a su modo, el problema de la Shoá: La vida es bella de Roberto Benigni y Voyages- Memoria de Emmanuel Finkiel. El primero lo hace bajo la forma que tiene ya una larga tradición entre nosotros: el testimonio. El segundo, bajo una forma novedosa, que vamos a llamar "la narración del silencio". En las líneas que siguen nos referimos a ambos filmes para ver en torno a ellos cómo se constituye la diversidad de la experiencia judía.

NARRAR DESDE EL HIJO: EL SOBREVIVIENTE, EL TESTIMONIO Y LA MEMORIA.


La vida es bella comienza y termina con una voz, la voz de Josué Orefice, un individuo que, siendo niño, fue deportado junto a su padre a un campo de concentración nazi. La historia comienza en Arezzo; corre el año 1939. Esa voz que se sitúa por fuera de la historia narrada por el film –porque corresponde a otro registro, a otro momento, a otra posición de enunciación: la historia se cuenta después que ocurrieron los hechos- le otorgará a éste carácter de testimonio. En efecto, el Josué que habla al comienzo y al final, la voz que habla al espectador, no es el mismo Josué niño que vive las experiencias narradas en la película. La voz que habla al comienzo y al final es la voz de un sobreviviente. Ese carácter es lo que da lugar al testimonio, puesto que, en torno a la Shoá, el testimonio se enuncia desde la posición del sobreviviente. Bruno Bettelheim ha enunciado una tesis en torno al sobreviviente que resulta paradojal: el que ha sobrevivido es inocente pero sin embargo está obligado, por eso mismo, a sentirse culpable.
Guido y Josué son deportados el día del cumpleaños del pequeño. Ante las preguntas insistentes del niño, el padre decide inventar una situación lúdica, mediante la cual el campo se convierte en el territorio en el que se juega un concurso de pruebas y obstáculos. El premio para los ganadores es un tanque "de verdad" –Josué esperaba uno de juguete para su cumpleaños. Guido entra en el juego con obstinación y empeño, incluso con desesperación; Josué con inocencia infantil. Pero lo cierto es que ambos, padre e hijo, juegan, y es probable que esa situación no sólo resguarde del horror a Josué sino que también preserve a Guido. Y que lo preserve, precisamente, para estar entero ante su hijo. Guido construye entonces un espacio potencial y simbólico, el del juego; consigue así atenuar el horror y transitar la experiencia del exterminio, jugando con otro, a que es otra cosa.
Como todo en el campo, también el juego participa de un carácter siniestro: Guido muere, aunque salva, mediante el juego, a su hijo. Decíamos que la de Guido y Josué es una experiencia singular –como cientos de miles- en el Holocausto. Pero si el exterminio puede ser llamado "una experiencia", es sólo en virtud de la invención de Guido, que lo transforma, con ese acto de invención, en otra cosa tanto para su hijo como para él: no puede haber experiencia del horror y el exterminio; en cambio sí puede haber experiencia del juego en condiciones de exterminio, aunque sea fatal. Es altamente probable que el hecho de que su padre lo salvara y haber sobrevivido gracias a él, generase en Josué sentimientos de culpa –ese sentimiento inevitable del que habla Bettelheim. Sin embargo, el haberse entregado al juego del padre lo pone a Josué simultáneamente a salvo de la culpa, o mejor, más allá de la culpa: no era un campo de exterminio; era un juego. Desde luego, Guido no puede salvar absolutamente a Josué de la culpa -cómo podría, cuando se trata de un episodio brutal que ha afectado al conjunto de la humanidad, y en esa medida tampoco sería bueno que lo exceptuara completamente de ella-; pero consigue atenuársela. La experiencia de Josué es la de quien ha sobrevivido jugando. He ahí el punto singular de su experiencia. Habrá otros que no sobrevivieron por no jugar; habrá otros que por no jugar sobrevivieron...
Como todo sobreviviente, Josué quiere dar testimonio de lo que sucedió. La película, sin esa voluntad testimonial, no existiría. Acude entonces a la memoria, lo cual se pone de manifiesto en el mismo texto fílmico con el recurso de la voz en off. Por su intermedio sabemos que los hechos de la crónica son anteriores a su evocación; sabemos también acerca de la calidad que tienen esos hechos para quien los recuerda. Testimonio y memoria constituyen una dupla inseparable. La voluntad de narrar los hechos requiere de la memoria, como operación simbólica de registro y evocación. Pero también la memoria puede tener una función reparadora: contar lo que pasó no es sólo un modo de buscar un sentido para unas marcas inconcebibles; no es sólo un modo de alejar los fantasmas del retorno; es también –tal como nos muestra la experiencia de Josué- una manera de saldar la deuda simbólica con el padre. Si, como sostiene Bettelheim, la culpa es inherente a la enunciación del sobreviviente, entonces el testimonio y la memoria vienen a cumplir una función simbólica esencial: la reparación.

NARRAR DESDE EL NIETO: MÁS ALLÁ DEL TESTIMONIO DEL SOBREVIVIENTE.


En cuanto al film Voyages-Memoria, su director Emmanuel Finkiel se niega a que su film se clasifique dentro del cine testimonial sobre la Shoá: Mi película no es un documental y tampoco un film sobre la Shoá. Es una ficción y un intento de dar cuenta de las sensaciones que percibí de chico en casa de mis abuelos.
Sin duda, Voyages-Memoria es un film impactante y extraño. Es un film judío; no exactamente un film sobre el judaísmo. El judaísmo está mucho más presente en sus ritmos, en sus climas, en los rostros y en las miradas que en la temática y en la crónica de los hechos. El judaísmo está presente como sensación, como atmósfera, como estaba el ídish en la casa de los abuelos: una música de fondo de la cotidianeidad. Desde luego, no se trata de negar la presencia de la temática de la Shoá; lo que queremos decir es que se trata de una presencia silenciosa –que no es lo mismo que negada- y no de una presencia testimoniada.
Lo que cambia radicalmente en esta mirada es justamente el modo de estar de y con la Shoá. Este film muestra un cambio respecto a otros, y este cambio consiste en cómo se sitúan las distintas generaciones posteriores al Holocausto en torno a la Shoá.
En relación con La vida es bella, vimos cómo la generación de los hijos se estructura subjetivamente en torno a la figura del sobreviviente y que ésta da lugar al testimonio y a la memoria, con su peculiar función de reparación en el acto de recordar. Finkiel nos entrega la mirada de otra generación, la generación de los nietos. Como suele suceder, el cine y la literatura anticipan lo nuevo, lo insinúan, lo vislumbran. Se trata de un cine, de una literatura y de una mirada que se sitúan más allá; todavía queda pendiente el trabajo de las generaciones que hará lo suyo.

MÁS ALLÁ DEL TESTIMONIO: LO IRREPARABLE, EL SILENCIO, EL PRESENTE.


El silencio es distinto antes y después del testimonio. Antes de la existencia del testimonio, el silencio puede ser una estrategia de la mentira o el engaño, o la negación lisa y llana. En esas condiciones, el testimonio resulta imprescindible.
El acto de testimoniar es un acto esencial. Emmanuel Finkiel logra filmar, a través de un lenguaje cinematográfico novedoso, de planos cortos, de rostros, de miradas, de susurros y de diálogos contenidos, el silencio. El silencio en Voyages-Memorias es una presencia: la presencia silenciosa de lo irreparable. Quizá éste sea un film de la Diáspora, más que un film sobre la Shoá. En ese sentido resulta emblemática la propuesta narrativa del film: el cruce de historias es a su vez el cruce de culturas, es también una imagen de la dispersión de los judíos y de su cohesión en la dispersión permanente.
Acaso lo más terrible de la Shoá no sea la desaparición estadística de los judíos, sino la desaparición de una cultura, terriblemente expresada en el silencio de una lengua. Así lo atestiguan las palabras de Vera a Riwka, dichas en un tono que oscila entre la perplejidad y la queja: ¡En Israel ya casi no hay judíos; son todos israelíes! Ése es el silencio irreparable: el de una lengua que languidece. Acaso no haya silencio más absoluto que el de la desaparición de una lengua; ése es el silencio que escucha toda la humanidad. De allí su ineluctable presencia.
Sin embargo, hay algo en la imagen de Vera que parece sugerir una metáfora sobre el ídish. Esa vieja firme, vigorosa, obstinada, segura, es también una imagen imposible: la de una vida que culmina con plenitud, con vigor. ¿No es eso una paradoja? La película prefiere mantenerse en ese umbral de incertidumbres y paradojas: silencio presente; culminación con plenitud; posibilidad de un imposible. El film prefiere lo inquietante y no lo cierto. El silencio, que no es aquí silenciamiento, nos muestra el propósito de una generación de aceptar la existencia de lo irreparable, y de un vacío que no se llenará.
En la medida en que Voyages-Memoria suspende el testimonio para enunciar el silencio, la memoria también desaparece del film. Aunque parezca paradójico, no estamos ante un film sobre la memoria, sino sobre la realidad presente de la Diáspora. La ausencia de flashbacks –recurso que sí está presente, como se recordará, en La vida es bella- responde a este desplazamiento de la memoria y el pasado en nombre de la actualidad y el presente. Y aquí nos encontramos con otro aspecto interesante de la película, porque es un film que pone en escena a los abuelos, figura canónica de la memoria; y no como meros sujetos del pasado. Estos viejos también tienen presente. El film, en uno de sus gestos más profundos, logra hacer del pasado algo más que un pasado; hacerlo también un presente habitable como presente. Pero para producir ese presente, la memoria debe permanecer silenciosa. Sólo así la generación de los nietos podrá ir más allá de sus ancestros para inscribir sus marcas propias. Estamos, sin lugar a dudas, ante un audaz intento.

El Judaismo después de la Shoá
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