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B''H

De Josué al rey David
Conquista y reino

Por Lic. Ernesto Antebi

Desde la conquista de la Tierra Prometida por Josué hasta la unificación de un reino tribal
por el Rey David, la consolidación de la nación israelita habría de pasar por diferentes
avatares, conflictos tribales, y guerras fraticidas. Pero con el ungimiento del segundo
monarca de Israel, David, el naciente Estado expandiría sus dominios desde Siria y
Mesopotamia, hasta parte del mismísimo Egipto.


ANTECEDENTES
La entrada a Eretz Israel
Cuando Josué inició la conquista de
Canaán, desde la orilla oriental del rio
Jordán, se abría así un nuevo capítulo en
la historia judía. De ser los judíos un conjunto
de tribus nómadas y errantes, expuestas
permanentemente al ataque de los
habitantes que ocupaban los territorios que
atravesaban, pasarían a ser una nación
con territorio propio. Pero la conquista de
la tierra no fue una invasión repentina ni a
gran escala. Los cananeos, quienes tenían
una civilización material superior a la de
los israelitas y poseían mejores armas,
además contaban con ciudades de piedra
fuertemente amuralladas, mientras los israelitas
aún habitaban en rústicas carpas.
Por otra parte, la cuestión militar no era
un tema menor. Si los israelitas apenas
contaban con armas hechas con hueso y
piedra talladas (fundamentalmente diorita),
mangos de madera, escudos de cuero y
bronce martillado, los pueblos conquistados
ya dominaban, para el 1200 A.E.C., el
arte de la fundición
del bronce estañado
(de más dureza) y,
fundamentalmente,
los secretos de la forja
del hierro introducido
por los hititas,
elemento que extraían
de las abundantes formaciones meteoríticas de la zona.
Pero, a pesar de estas grandes diferencias, el éxito de las campañas
de conquista iniciadas por Josué habría de significar un hecho milagroso
e impensable (hoy, sería algo así como una confrontación convencional
entre los ejércitos de Guatemala y Estados Unidos). No obstante
ello, y luego de la caída de Jericó, la primera ciudad conquistada, los
israelitas se expandirían en diferentes oleadas por el norte, hasta la ciudadela
de Jatzor, y hacia el sur, llegando hasta más allá de Beer Sheva.
La división interna
Pero las cosas no habrían de continuar así de exitosas. A pesar de
las espectaculares victorias de Josué, la conquista de Canaán en modo
alguno había concluido a la hora de su muerte. La consolidación de los
asentamientos israelitas, la conquista de las ciudades restantes y la ocupación
definitiva de la costa que llevó más de dos siglos, (del 1200 al
1000 A.E.C.), no se cumpliría íntegramente hasta el fin del milenio, fundamentalmente
por las divisiones internas y los conflictos entre las tribus,
que minaban la integridad de la nación en formación.
Según relata el Libro de los Jueces, y lo confirman las fuentes arqueológicas,
las diferentes tribus israelitas, lejos de constituirse en una
entidad central, con un ejército unificado y una estrategia coordinada,
actuaban de forma independiente unas de otras y, a veces, incluso luchaban
violentamente entre sí. Es así como, el Libro de los Jueces revela
el carácter insatisfactorio del sistema tribal desunido, al decir que: “En
aquel tiempo no había rey en Israel y hacía cada uno lo que le parecía
bien”.
Al respecto, la historia de Jefté, que concluye en un breve relato del
violento episodio de la primera guerra civil israelita, nos da un claro ejemplo
de ello. El capítulo XII del Libro de los Jueces narra el atroz conflicto
que conduce a una disputa desesperadamente cruel entre los efraimitas
y los guerreros de Galaad al mando de Jefté (una especie de Guerra de
Troya en miniatura). En el Libro dice que, cuando los hombres de Galaad
apresaban a los fugitivos de la tribu de Efraím que intentaban cruzar el
Jordán, los obligaban decir la palabra shibolet (espiga), porque sabían que los efraimitas no podían pronunciar la sh sibilante; de modo
que cuando pronunciaban “sibolet”, eran identificados e inmediatamente
degollados.
Los jueces guerreros
A diferencia del resto de los pueblos de la zona, que se constituían
políticamente en pequeños reinos, los judíos carecían de
una autoridad central permanente y hereditaria, incluso dentro de
las respectivas tribus.
Relativo a esto, había dos factores fundamentales que promovían
esta descentralización, y que a veces se convertía en un verdadero
caos. Las recientes tierras conquistadas, aunque constituían
un país pequeño tenían, y tienen hasta hoy día, un paisaje
muy variado. Estando dividida en cuarenta unidades geográficas y
climáticas distintas, este hecho contribuyó a conferir a la región su
fascinación y su belleza extraordinarias, pero también tendía a
perpetuar las divisiones tribales y estorbar la necesaria unidad.
Teniendo diferentes enemigos, como los enclaves cananeos,
las tribus beduinas que incursionaban, y fundamentalmente los
amenazantes filisteos que ya presionaban militarmente desde la
costa, los israelitas también tenían que asumir las responsabilidades,
antes cumplidas por los cananeos, a quienes habían derrotado.
Esto es, restaurar las ciudades y trabajar la tierra, cosa que,
después de cuarenta años de nomadismo, les resultaba bastante
difícil.
Por otra parte, la firmemente arraigada tradición israelita de
igualdad, discusión comunitaria, polémica y argumentación acalorada,
los hacía hostiles a la idea de un Estado centralizado. Por
ello, las distintas tribus preferían las ocasionales levas militares
tribales, porque que si bien implicaban servir sin pago, también
evitaban los elevados impuestos que implicaba costear un ejército
permanente de profesionales.
Tal vez, y por todo ello, el Libro de los Jueces, que abarca los
dos primeros siglos de la ocupación, suscita la impresión de que
los israelitas tenían más liderazgo de lo que, de hecho, ellos mismos
estaban dispuestos a tolerar. Y es así que, frente a cada agresión
militar de los reinos vecinos, las tribus elegían de entre ellos
verdaderos jueces guerreros, que no siendo gobernantes nacionales
tampoco permanecían en el poder luego de cada conflicto.
Normalmente, estos jueces guerreros dirigían sólo una tribu cada
uno, y es posible que algunos fueran contemporáneos entre sí, lo
que hacía que cada coalición militar sea negociada ad hoc entre
estos diferentes líderes.
El Libro de los Jueces y la
filosofía política judía
Si bien el Libro de los Jueces se
constituye como el libro histórico -y único-
más fidedigno de aquella época, también,
y de una importancia no menor,
expresa diáfanamente el carácter democrático
y meritocrático de la sociedad
israelita. Se trata de un libro de héroes
con carisma, la mayoría de origen humilde,
que ascienden gracias a su propia
energía y a sus cualidades, y que se destacan
por obra del Favor y la Voluntad D-vina. Así,
cuando Eglón, Rey de Moab, -el jeque del oasis
que “tomó la Ciudad de las Palmeras” oprimió a
los benjaminitas- “el Eterno les envió un salvador”
en la forma de Ehud, “hombre zurdo”, lo
cual siempre suponía una grave desventaja en
esos tiempos, sobre todo en un hombre pobre
que ni siquiera podía comprar un arma de metal.
No sólo los hombres pobres y zurdos, sino
incluso las mujeres se elevaron al plano del
heroísmo, y por lo tanto al mando. Débora, otra
figura de la región de los oasis, era una mística
religiosa que profetizaba y batallaba con ferocidad,
y luego se sentaba tranquilamente bajo una
palmera para administrar justicia.
Y también Jefté, tal vez el más bajo de todos,
comandaba una banda de saqueadores de
caravanas de la más baja estopa. Cuando los
amonitas atacaron, este jefe de bandidos, en
una inversión del orden natural que estaba convirtiéndose
en episodio típico de la historia israelita,
fue buscado por los hombres eminentes
de la jerarquía israelita local que le pidieron que
se convirtiese en su jefe militar.
Pero tal vez lo más extraño esté en los tres
capítulos del Libro de los Jueces que describen
el ascenso, la caída, y la muerte de mártir de
Sansón. Otro extraño miembro de la sociedad
de su tiempo, un nazareno de cabellos desordenados
y largos, consagrado, de un modo bastante confuso, al celibato (entre otras
cosas). Es indudable que Sansón, una
especie de Hércules israelita, era una
extraña mezcla de vida desordenada
y heroica, con una cierta proclividad
al vandalismo y a las mujeres hermosas
(a pesar de sus votos de abstención
alcohólica y celibato)
Gedeón: el primer intento de monarquía
Ciertamente, el Libro de los Jueces
también es un ensayo acerca del
desarrollo constitucional, pues muestra
cómo los israelitas se vieron obligados
por la dura realidad a modificar
su teocracia democrática, hasta el
punto de crear una monarquía limitada.
Al principio del libro, en los capítulos
VI y VIII, y de lectura recomendada,
se nos relata la historia de Gedeón,
otro hombre pobre y de baja extracción
social, que “estaba machacando
trigo” y fue elegido por D-os para ser
un valiente guerrero. Gedeón, quien
fue inicialmente un comandante de
poca categoría, con apenas trescientos
hombres, alcanzaría tal éxito en
sus campañas militares al punto que,
por primera vez en la historia de Israel,
se le ofrecería el trono hereditario.
Y es así como el Libro de los Jueces
relata que: “Los hombres de Israel
dijeron a Gedeón: ‘Reina sobre
nosotros tú, y tu hijo, y también el hijo
de tu hijo, porque nos has librado de
la mano de Midián’”. Gedeón replicó:
“No seré yo el que reine sobre vosotros
ni mi hijo; el Eterno será vuestro Rey”. Este hombre bueno y humilde, al rechazar la corona, estaba
subrayando que Israel debía ser una democracia dedicada a D-s,
y no uno de los tantos reinos monárquicos y absolutistas que habitaban
la zona.
Incluso así, algunos historiadores creen que la casa de Gedeón,
de todos modos, se habría convertido en la estirpe real de
Israel, si Abimelec, hijo de Gedeón, no se hubiese convertido en un monstruo
y cometido uno de los crímenes más desconcertantes de toda la
Biblia con la masacre de setenta de los hijos varones de su padre. Y así
terminaría viéndose excluida la trágica casa de Gedeón del seno de Israel.
La amenaza filistea
Entretanto, mientras las tribus de Israel luchaban entre ellas, la amenaza
filistea se incrementaba cada día más, y finalmente llevó a los israelitas
a elegir su primer rey, Saúl, como un sistema de mando militar centralizado
para afrontar la guerra, porque ya no tenían otra alternativa.
Pero los filisteos eran un antagonista mucho más formidable que los
cananeos indígenas. Estos belicosos guerreros natos eran la raza más
agresiva de la Edad del Bronce Tardío, los llamados pueblos del mar, que
en su momento destruyeron lo que quedaba de la civilización minoica en
Creta, y también estuvieron a un paso de apoderarse de Egipto bajo
Ramsés II.
Los filisteos, verdaderos vikingos del Medio Oriente, estaban organizados
con una firme disciplina bajo el mando de una aristocracia feudalmilitar
y, por su crueldad, encarnaban el terror para los pueblos de la zona.
Alrededor del 1050 A.E.C., y después de exterminar a los cananeos de la
costa, estos guerreros de extrañas costumbres comenzaron entonces con
un movimiento a gran escala contra la región montañosa interior, a la
sazón ocupada principalmente por israelitas. Al parecer, conquistaron la
mayor parte de Judá, en el sur, pero no ocuparon territorios al este del
Jordán, ni en la Galilea septentrional, y la Tribu de Benjamín fue la principal
perjudicada, encabezando una débil resistencia.
Los Profetas
Lo que se desprende de la crónica es que. si bien los israelitas se
inclinaron por la monarquía respondiendo a la amenaza de destrucción
por parte del poder filisteo, esto lo hicieron de muy mala gana y por medio
de una trascendente institución anterior: la de los Profetas.
Al respecto, es de destacar que en la sociedad israelita, a diferencia
de los oráculos, pitonisas y shamanes que tan ampliamente poblaban el
Medio Oriente y el mundo occidental, el profeta era mucho más que un
hombre que se entregaba al éxtasis y trataba de pronosticar el futuro.
Más ampliamente, cumplía toda suerte de funciones espirituales e incluso
políticas. No sólo eran jueces religiosos, como Débora, sino que organizaban
colegios anexos a los santuarios, corno el de Silo, donde
el pequeño Samuel fue depositado por su madre Haná. Respetados,
pero también temidos, recorrían los lugares más alejados
del país, lanzando sus ardientes prédicas contra aquellos israelitas que se inclinaban hacia el paganismo de sus vecinos, provocando, no
pocas veces, serios conflictos con las autoridades tribales. Por otra parte, y
si bien en muchos santuarios los sacerdotes y las corporaciones de profetas
trabajaban unos al lado de otros, y no siempre se suscitaban conflictos entre
ellos, casi desde el principio los profetas atribuyeron más importancia al contenido
espiritual y social de la Ley Mosaica que a las formas del culto, y así
inauguraron uno de los grandes temas de la historia judía e, incluso, del mundo.
Como dijo el propio Samuel: “Mejor es obedecer (a D-s) que sacrificar, y
mejor la docilidad (hacia D-s) que la grasa de los carneros”. Defendiendo los
elementos esenciales del Código Mosaico en contraposición a las ceremonias
vacías e interminables sacrificios de los sacerdotes, los profetas abogaban
por una espiritualidad consciente, educación en la Torá, el combate a un
paganismo cada vez más creciente (en especial en el norte), y la propuesta
de un sistema de justicia social, que la mayor parte de las veces terminaba
en enfrentamientos con las clases dominantes y los líderes tribales de turno
del norte.
Saúl: la primera monarquía constitucional
Según nos relata el Libro de Samuel, un verdadero tratado de historia de
las monarquías constitucionales, el profeta, al alcanzar la edad adulta, recorrió
el país entero actuando como juez y zanjando diferencias dentro de las
tribus e, incluso, entre ellas. Precisamente, en ese momento en que las poderosas
fuerzas filisteas atacaban el corazón de los asentamientos israelitas,
infringiéndoles humillantes derrotas e incluso llegando a capturar el Arca misma
y a destruir el santuario de Silo, el pueblo se volvió hacia Samuel y, en su
desesperación, le reclamaron que elija un rey para que unifique militarmente
a las tribus y enfrente a los filisteos.
Para ese momento había un candidato obvio: Saúl, capitán de la guerrilla
benjaminita contra los filisteos y ejemplo arquetípico de los líderes israelitas
carismáticos, parecía ser el indicado. Pero no obstante -y no era un dato
menor-, el hecho de que Saúl proviniera del sur, sin las cualidades diplomáticas
necesarias para ganarse a la gente del norte, al no conseguir su apoyo
total la ofensiva contra los filisteos, corría serios riesgos. Según relata el Libro
de los Jueces, Saúl, en su intento desesperado por lograr el apoyo de las
tribus del norte, despedazó con sus propias manos un buey en doce partes
(era un hombre sumamente fuerte), enviando cada trozo a las diferentes tribus,
como advertencia de lo que les iba a suceder si no cooperaban.
Pero a pesar de la situación, y a desgano, Samuel estaba dispuesto a
ungir a Saúl como líder carismático o naguid, vertiendo aceite sobre su cabeza,
pero vaciló ante la idea de convertirlo en melej o rey hereditario, lo cual
conllevaba el derecho de ordenar la leva tribal, para fines militares, en forma
absolutista. Previniendo al pueblo de todas las desventajas de la monarquía,
como los ejércitos profesionales, los
impuestos punitivos y el trabajo forzado
(la corvea), finalmente, y por orden Dvina,
Samuel accedió al reclamo.
Pero este primer experimento constitucional
con la monarquía acabó en
desastre. Un año después de la coronación
de Saúl, el gran ejército filisteo
entró por la llanura de Esdrelón y destruyó
al nuevo ejército real en el monte
Guilboa y Saúl y su hijo Jonatán fueron
muertos y estaqueados en las puertas
de Bet Sheán. Si bien fue así que quedó
en evidencia que Saúl carecía del
temperamento necesario para unificar a
su país, tal vez la verdadera razón de
su fracaso fue también la falta del apoyo
militar, necesario de las restantes tribus,
y fundamentalmente su personalidad
omnipotente que minimizaba la ayuda
D-vina. Además, Saúl no era más que
un jefe de la resistencia en pequeña
escala, y aunque en su condición de rey
comenzó a reclutar un poderoso ejército
mercenario a base de impuestos, sin
duda, la tarea de dirigir grandes fuerzas
regulares, sumado su carácter maníaco
depresivo, todo ello sobrepasaba sus
cualidades.
Israel y Judá
La formación de los dos reinos
A la muerte de Saúl, comenzaría a ascender entre el pueblo la idea que
el sucesor natural debía ser un humilde
pastor, convertido en un hábil guerrero
y estadista bajo el ejército de
Saúl, llamado David Ben Ishai. Con
gran agudeza política, y para evitar una
nueva ruptura, el futuro rey prefirió
esperar a que estallasen las
disensiones en el reino septentrional,
es decir Israel, y a que fuese depuesto
Ishbaal, el sucesor de Saúl. Entonces,
los ancianos de Israel le ofrecieron
el trono del norte mediante una
alianza constitucional, prometiéndole,
esta vez sí, todo su apoyo. Es importante
advertir que el Reino de David
no fue, por lo menos inicialmente, una
nación coordinada, sino dos entidades
nacionales distintas, cada una de las
cuales mantenía un contrato personal
con él.
Frente al incontenible avance
filisteo, que ya se adentraba de la costa mediterránea al interior del país, la
estrategia de David fue brillante. Por una parte, y para evitar diferencias internas
-el principal obstáculo que acabó con su antecesor Saúl- David aprovechó
las diferencias para agrupar el futuro reino en dos: Judá al sur e Israel al norte,
asegurándose así el apoyo prometido de estos últimos, de los cuales, y con
razones fundadas, desconfiaba. Por otra parte, y para evitar las levas masivas
tribales -a la que cada tribu del norte adhería a su antojo- David organizó un
ejército de mercenarios, pagado con los impuestos recaudados en ambas partes,
donde participaban los guerreros profesionales de cada tribu, y fundamentalmente
los feroces mercenarios hititas, derrotados anteriormente por los
filisteos, y que obviamente se la querían cobrar sirviendo para David.
Hábil negociador y estratega, David habría de formar un excelente ejército
profesional y muy bien armado, reclutando incluso a sus antiguos compañeros
de armas, a los cuales comandaba, de entre las filas mercenarias del ejército
filisteo. Extrañamente, durante su exilio por la persecución de Saúl, su antiguo
rey y comandante, David fue contratado por los filisteos como mercenario para
luchar contra los amalecitas del sur de la costa. Luego de sus exitosas campañas
en el sur costero del Mediterráneo, el rey filisteo le ofreció a David un
extenso feudo si participaba en su campaña contra los israelitas, ya que el
futuro rey jamás había accedido a tal pedido. Finalmente, entre ser el comandante
general filisteo, y posiblemente futuro rey de los “pueblos del mar”, David
optó por el trono de Judá, expulsando a sus antiguos patrones.
La conquista de Jerusalén
Una vez derrotados los filisteos -la principal amenaza- y recuperada el Arca
Sagrada de sus manos, David estableció un pacto con los mismos, permitiéndoles
ocupar las ciudades costeras del sur -Gaza y Ashquelon- a cambio de
custodiar la frontera contra los amalecitas del sur.
Superada la gran confrontación, David condujo a sus hombres hacia la
ansiada conquista de la capital del reino: Jerusalén. La ciudad, una antigua
fortaleza jebusea, no opuso mayor resistencia y sus ocupantes depusieron
sus armas a cambio de formar parte, como mercenarios, del ejército de David
contra los moabitas y también, eventualmente, contra una posible rebelión de
las tribus israelitas del norte. Como vemos, tanto como estratega militar, negociador
y hombre de estado, David era brillante. Al apoderarse de Jerusalén, y
más allá del aspecto místico religioso -David conocía la ciudad bastante bien, el rey israelita consideró que podía unir, en una sola entidad, las dos mitades del reino, dado que la ciudad representaba un enclave geográfico
estratégico para unir el norte con el sur. Luego de la conquista de lo
que sería de ahí en más, y hasta nuestros días, la capital espiritual
del pueblo judío, David trajo el Arca desde el de Silo, el cual era la
reliquia más preciosa que los israelitas poseían y el símbolo de su
unidad, y la depositó en su ciudad bajo la protección de su trono y su
ejército personal. Todos estos gestos, algunos aparentemente discutibles,
no sólo terminaron unificando el reino, sino que además
identificaron la Torá como la religión nacional de Israel, y promovieron
treinta y tres años de paz y esplendor, casi ininterrumpidos (salvo
algunos períodos excepcionales).
Si bien luego de su fallecimiento David legaría a su sucesor,
Salomón, un extenso y unificado reino que se extendería hasta Siria
(la actual Damasco y Alepo) por el norte, y al Neguev por el sur,
luego de la muerte de Salomón las viejas divisiones volverían a surgir,
concluyendo con la dispersión misteriosa de las diez tribus del
Reino de Israel, y posteriormente con la destrucción del Primer Gran
Templo, en el Reino de Judá, (587 A.E.C.), por los invasores
mesopotámicos (asirios y babilónicos respectivamente).
A modo de conclusión
Seiscientos cincuenta y siete años después, y con la destrucción del Segundo
Gran Templo, (en el 70 D.E.C., y en la misma fecha -9 de Av-), la
historia de las diferencias internas y las trágicas secuelas, extrañamente
volverían a repetirse. Porque la historia esencialmente enseña, entonces
vale estudiarla y, fundamentalmente, recordarla.

Fuentes: La historia de los judíos de Vicente Risco
Editorial Barcelona 1994
www.wikipedia.com
La historia de los judíos de Paul Johnson
Investigación y redacción Lic. Ernesto Antebi
Septiembre 2010 / Elul 5770

Revista de historia y cultura judía. Publicada por A.I.S.A. Asociación Israelita Sefaradí Argentina

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